Sentir los colores

Sentir los colores

Por Juan Bautista Durán*

Recién fichado por el Paris Saint Germain con un contrato millonario, el portero italiano Gianluigi Donnarumma no deja de ser noticia desde su precoz debut con el AC Milan en 2016. Nacido en febrero de 1999 en la Campania, se lo considera desde entonces una de las máximas promesas del fútbol italiano. En las categorías inferiores, aun y jugando con los mayores, los equipos rivales pedían su ficha porque no creían posible que un chaval de esa edad fuera tan bueno. No sólo eso, sino que era dos años más pequeño. En 2013 lo fichó el AC Milan, a cuyo primer equipo llegó sin apenas pisar el filial, siendo el portero habitual desde los dieciséis años. La afición lo consideraba un baluarte, un jugador en torno al cual el club debía sentar las bases para una nueva época gloriosa. Pero Donnarumma nunca estuvo por la labor. Se dejaba querer. Hasta hoy.

Libre de ataduras contractuales y con montones de ofertas sobre la mesa, incluida la de renovación del AC Milan —la enésima—, se decantó este verano por el proyecto parisino. Este desafecto suyo tuvo a la afición encendida durante toda su etapa milanista, al punto de llamarlo Dollarumma, juego de palabras común en la prensa deportiva. Los ejemplos son numerosos y penosos por igual. La hinchada rossonera pedía que fuera su nuevo hombre de club, como Buffon para la Juventus, Totti para la Roma, Guerrero para el Athletic o Paolo Maldini para el mismo Milan, quien intervino en su momento advirtiendo del sinsentido de llamar traidor a un chaval de —por entonces— dieciocho años. También el presidente del Senado, muy a la italiana, puro drama, participó de la cuestión pidiendo no criminalizar al joven portero. ¿Y por qué alguien habría de hacerlo?

Conviene tener presente la famosa sentencia de Manolo Vázquez Montalbán según la cual uno puede cambiar de mujer, de orientación política, de religión… pero nunca de equipo de fútbol. Se refería a la hinchada, claro está, al sentimiento de calor y pertenencia que aportan los colores al aficionado. Donnarumma se convirtió en 2016 en el jugador más joven en debutar con la selección italiana, camiseta que está defendiendo en la presente Eurocopa y que, salvo sorpresa, lucirá bastantes años más, como lo hicieron Casillas para España, Buffon para Italia o Kahn para Alemania. Para ello cambiar de aires unas veces ayuda y en otras no, en función siempre del proyecto deportivo más que de la chequera del club elegido, y aun así… ¿quién sabe? El éxito es difícil de prever, son muchas sus variantes. ¿Conseguirá el PSG con Donnarumma su ansiada Champions League?

Tampoco los escritores saben cuál será su suerte al publicar en una editorial en vez de otra, al dejar, por ejemplo, un sello de los llamados independientes, donde uno ha labrado su carrera, para incorporarse a un gran grupo. Autores como Javier Cercas, Álvaro Pombo, Paul Auster o José Manuel Fajardo podrían responder a esto. También Elena Ferrante, por cierto. ¿Se habría extendido tanto Cercas en El impostor de haberlo publicado en la Tusquets de Beatriz Moura? Y Pombo… ¿habría empezado una novela diciendo «hablando no se entienden las personas» de no haber mudado su obra?

Ver la obra completa publicada en una misma editorial es bello y elegante, pero ya pasaron los tiempos de Miguel Delibes, el mundo dio unas cuantas vueltas de más y lo único que al final importa es el trabajo con ciertas personas de confianza, que de igual manera pueden estar cambiando de aires cada equis años. El propio Delibes se jactaba de haber sido fiel a un editor más que a un sello editorial. ¿Y los lectores, aprecian ellos esta fidelidad a un sello o es algo en lo que ni se fijan, carente el mundo editorial del empaque de las entidades deportivas? Y sobre todo: ¿aprecian la línea editorial, lo que da sentido al catálogo? Es un elemento clave en las editoriales pequeñas y medianas, las cuales suelen buscar la fidelización del lector en una línea cuidada, sin estridencias. Es su manera de remar contra la lógica del mercado y la tendencia de los grandes grupos a acumular poder —sellos y autores—, con un criterio que a menudo sólo las ventas alcanzan a justificar. Es la única forma de sobrevivir, tal vez, imponiendo la fuerza. 

En el fútbol son las sociedades con capital extranjero las que mandan. El propio AC Milan forma parte hoy día de una sociedad en su mayor parte de capital chino, tal como les sucede a sus vecinos del Inter. «Siento tristeza —decía Maldini, actual director deportivo del club—. Aunque si una empresa como el Milan no se puede mantener, lo mejor es venderla.» En España se dan casos similares, con el RCD Espanyol y el Valencia CF en primer lugar —más bien descontenta su afición—, así como en el resto de Europa, donde el capital árabe y ruso entró con fuerza en Francia e Inglaterra. Querer a un club en estas circunstancias globalizadas es medio falso, por muy devoto que uno sea, y menos aún en el caso del propio futbolista, cuya carrera por lo general es corta y está supeditada a la suerte que corra con las lesiones. Sólo unos pocos equipos pueden presumir de este sentimiento de club, y el aficionado moderno debe ser consciente de ello, de que si uno cambia de mujer —pareja, esposa, marido—, abandona la religión y deja de creer en la política, tanto o más volátiles serán los colores de su equipo de fútbol. Le queda tan sólo confiar en el criterio de algún sello independiente, que para eso están —estamos—: para discutir hegemonías.   

*Una versión anterior de este artículo se publicó en junio de 2017 en Revista Eñe