Una renca asimetría

Una renca asimetría

Por Juan Bautista Durán

Aunque hoy nos convoque otro tema, debo hacerles una confesión: llevo un calcetín más largo que el otro[1]. Tienen ambos el mismo dibujo, de rombos ingleses y fondo marrón, como pueden ver, pero uno es más largo que el otro y eso me retuvo por la mañana un par de minutos, cinco tal vez, en patética posición frente al espejo. Sé que tengo otro par iguales, pero debían de estar por lavar pues en el armario no los vi. Es decir que ya anduve otro día con un calcetín largo y el otro corto, lo que ahora me daba dos opciones: 1) seguir igual; 2) ponerme uno sucio y el otro limpio.

Ya saben por cuál de ellas opté, aun a riesgo de desalinearme. Llevaba prisa. Y de hecho llegué al tren con la lengua fuera, a punto del pitido último y ya bien agitados el agobio horario y la angustia provocada por los calcetines. Un día es esto, al otro sucede algo parecido con los pantalones y al otro es una camisa o un jersey, que no acertamos a sacar el brazo por la manga y nos enredamos a la manera cortazariana. ¿Cuántas ves me habré referido ya a ese relato[2]? Pero es que así es, ni tiene remedio ni se puede culpar a nadie, no hay una causa clara. Nos da la impresión de tenerlo todo bajo control, pero no, nada de eso, el menor descuido puede provocar una rebelión en el armario y de pronto, con las prisas del tren, una mañana que iba a ser como cualquier otra descubrimos que algo falla en nuestro atuendo. Y no es simple torpeza, en este caso. Uno tiene claro que viene dándose un desarreglo, y que, como siga así, las cosas no van a ir sino de mal en peor. Puede uno acabar cojo, patizambo o con una pierna más larga que la otra. O todo a la vez, quién sabe.

Esa angustia, si la trasladamos al medioambiente, al malestar que nos generan los continuos excesos climatológicos, es la solastalgia. Recuerden: «angustia por las consecuencias del cambio climático o los desastres medios ambientales», según la definición de la RAE. «Cólera irónica» lo llamaría Julio Cortázar, el nerviosismo malo de cuando tomamos conciencia de habernos equivocado. Menos mal que tarde o temprano conseguimos abstraernos y seguir adelante, coger la maleta, parar un taxi y decirle que se dé prisa. Vamos justos de tiempo. Y de agua. Y de frío. Y de todo. Pero vamos a hacer como que no pasa nada, que yo nunca perdí un taxi y hoy no sería el día. Aquí estoy, aquí me tienen, hablándoles de lo que fue y lo que pudo haber sido.

Tuve que correr un poco, colgarme la maleta al hombro, agarrándola casi como si fuera un fardo, y apresurarme al control de acceso, al primero y al segundo, la documentación quemándome en las manos, y de ahí rápido a las escaleras que conducen a las vías, con una energía no muy distinta a la que empleamos para apagar un fuego o achicar agua. Ya luego respiraremos hondo, y entonces nos diremos, en el eterno engaño, que en verdad estaba todo controlado. ¿Todo? Las prisas, tratar de hacer las cosas más y más rápido, es conocido que sólo sirven para complicarnos la existencia. Y yo, sentado ya en el tren, la maleta en su sitio y logrado el objetivo principal, me di cuenta de que no estaba todo controlado, ni en broma, que la realidad es mucha y se manifiesta a cada instante. ¿Cómo explicar si no ese desequilibrio, la renca asimetría entre mis calcetines? La sentí de nuevo al ponerme cómodo y estirar —es un decir— las piernas, con el cosquilleo desigual al final de cada una. Ay…

Lo que no se olvida nos espera, escribió Rosa Chacel. Y lo que no se arregla…, eso también nos espera. Por suerte sólo yo sé que llevo un calcetín más largo que el otro —si ustedes me guardan el secreto, es evidente—, nadie lo va a ver, y acaso sólo yo lleve la cuenta de los días sin llover, y claro, por otra parte, el día está precioso, no vamos a estropearlo por un calcetín más largo que el otro, ya va a llover y bajarán de nuevo las temperaturas, y esas macrogranjas de las que vienen hablando son en el fondo un asunto político, lo van a solventar, o no, pero lo importante es que yo no me quede ahí atrapado porque de momento no estoy cojo y debo seguir mi camino. Claro que… ¿y si así fuera? ¿Qué será de mí si no consigo poner orden en mis ropas, qué será de mí, de nosotros, si no conseguimos recuperar el orden estacional y natural? El ser humano parece haberse dado cuenta al fin, como el personaje de Cortázar, de que a lo mejor se equivocó y viene tratando de sacar de forma contumaz una mano por la manga equivocada, la otra por el espacio destinado al cuello, la cabeza vaya a saber por dónde y de que la barriga ya no tiene donde meterla, con la amenaza fatal de precipitarse al vacío. Una ventana quedó abierta.

Algo de eso está en el libro que hoy presentamos, De la solastalgia, puestas las ideas en orden y escapando a toda definición. No es el propósito de este libro dar con una respuesta concluyente, sino trasladar al lector el conflicto natural que los tiempos actuales nos plantean. La complejidad, en fin, de ser y estar en el mundo con uno mismo y cuanto nos rodea. Eso siempre lo digo. Y además me gusta decir que, como editor, es uno de los libros de los que más orgulloso estoy. En una antología no es fácil sentir que uno ha logrado justo aquello que se proponía, en forma y contenido, y si bien habría deseado que fuera más amplia, con más autores, la excelencia de los que participan en ella es un privilegio y queda de sobra demostrada en los relatos que la integran. Léanla, por favor. Disfrútenla.  


[1] Este texto tiene su origen en la presentación del libro De la solastalgia del 10 de febrero de 2022 en la Librería Lé de Madrid, junto a Ana Santamaría y Miguel Ángel González.

[2] ‘No se culpe a nadie’, publicado por primera vez en 1956 en Final del juego.

© de la imagen: ‘Son d’ancestres’ (1993), obra de Jordi Dalmau y Lídia Górriz.