
Vidas ajenas
Basta con salir a la calle para desentumecerse, escampar cavilaciones y entretener la mirada en algún rostro bonito o en cualquier cerdo de la piara. No están las cosas para desperdiciar anécdotas ni motivos literarios, aunque a la postre sirva para esto, para alimentar un blog de letras más dado al juego que al excremento. Salir a la calle, en este sentido, tiene que ver con la necesidad, con un estilo que es a las letras lo que el patadón al fútbol y que tanto cuesta meter en vereda: que después del patadón la pelota siga en juego, sin interrupción, y que todas las personas que andan por la calle y por tanto la forman quepan en el relato, sin uso de calzador.
Lo intentó Juan Carlos Onetti en Avenida de Mayo – Diagonal – Avenida de Mayo, un relato que da cuenta del lado más bonaerense de Onetti y sólo pueden entender los ciudadanos de la capital argentina. Quien no la haya vivido, no podrá apreciar al cien por cien la voluntad de Onetti en esta narración. La calle es una manera de acercarse al movimiento y de ver en los pasos de los demás la propia quietud, la condición de espectadores que nos separa siempre, ficción mediante, de las vidas ajenas. Un señor que fuma un pitillo junto a la puerta de un establecimiento, una muchacha con mallas negras y zapatillas deportivas que anda deprisa, dos señoras que charlan agarradas a sus bolsos de algo que parece preocuparles, un hombre de mediana edad que habla a grito pelado. Podría estar este hombre en la Avenida de Mayo de Onetti, pero no, esto es Barcelona, la calle de Rosellón, y no sería lo mismo aunque los síntomas fueran iguales.
‹‹Tengan cuidado —dice—, en la tienda hay una polla suelta, no se la metan en el culo.›› De un lado a otro de la acera, el hombre repite y repite su advertencia según se lía un canuto con una mano y articula gestos obscenos con la otra. A la muchacha de las mallas negras le dedica los gestos, pero no a las dos señoras, quienes tienen que sortearlo y continúan a lo suyo, hasta que al fin se dan la vuelta, miran al hombre y se preguntan de qué tienda estará hablando. De ninguna, señoras…, pudo decirles el señor que fuma el pitillo, cuyos ojos también se fueron tras las mallas negras de la muchacha que anda deprisa y quizá pretenda correr pero ya no puede más. A saber de dónde viene. Sigue por la calle de Rosellón, tuerce en Balmes y tras su estela aparecen nuevas personas que se topan igual con el hombre del canuto. ‹‹Tengan cuidado… polla suelta… culo.››
Lo importante es la cara, y sin embargo nadie se fija en ella, atento todo el mundo al meneo de sus manos, ahora con el canuto ya liado. Bocanada de humo va… Apenas escampa el humo, surge ahí un rostro de mirada encendida e inquieta, barba hasta los carrillos, manchas negras en la frente y pelo rizado, más bien largo. En la cara está la razón de sus gestos, de su incontenible actividad y de sus palabras, de esa ilógica advertencia. ¿Una polla suelta en la tienda? ‹‹Tengan cuidado, no se la vayan a meter en el culo.›› ¿Acaso será la suya? Qué ideas, por favor, las de este pobre espectador.
Cuesta mucho distinguir a qué tienda se refiere y por tanto dónde está el peligro para los transeúntes, que lo miran a él, las manos, los pies, las ropas…, y aunque quieran alejarse, como el hombre está en constante movimiento, casi siempre se topan con él. Entonces se ríe, increpa, se lleva el canuto a la boca y se sacude la mano de manera provocativa, lo que causa gestos de asco en la gente.
Hay más muchachas que andan deprisa, señoras que conversan de temas importantes, señores con maletín y corbata, sin maletín pero con corbata, y a la inversa, otro que fuma un pitillo junto a la puerta de un establecimiento y uno que se acerca al hombre y lo llama por su nombre, o por un nombre que podría ser el suyo, al menos, y lo mira a la cara. Se miran a la cara. Se reconocen. Se quedan embelesados al margen del estupor general, ahora que ya son dos y comparten el canuto y sueltan a la par la monserga, yendo de un lado a otro de la acera como si aquello fuera la Avenida de Mayo y estuvieran actuando a las órdenes de un fabulador, de un hipotético Onetti parado ahí, buscando en la calle un motivo que al fin es pura reacción, la de ese hombre barbudo que ya son dos y se les está poniendo cara de lo que dicen y sienten.
En fin, que ya están hasta la…
Escrito por Juan Bautista Durán