Vagón de silencio

Vagón de silencio

Si la gente cumpliera con su parte del trato, el vagón de silencio del AVE sería una gran idea. Sin embargo, algunos viajeros parece que cayeran en dicho vagón por un azar imposible de rastrear ni adivinar, con lo cual, si se les antoja hacer ruido, hablar o carraspear hasta la saciedad, no hay otra que disculparlos por estar encadenados al lugar equivocado. Otros no, claro. Hay quienes aprovechan para estudiar, leer, adelantar trabajo o bien permanecer en silencio según el paisaje se despide del tren. A todos ellos les faltan al respeto quienes hablan, tararean canciones o atienden al teléfono sin reparo alguno, como si se encontraran en el salón de su casa, tan ricamente, con la única salvedad del aperitivito. Oh, qué bien me sentarían unas aceitunas y una caña bien fresca. ¡Y a quién no!

Tanto la caña como las aceitunas suelen sentar de maravilla, y aun para leer, ya sea narrativa, la prensa o un ensayo. La chispa que produce la cerveza puede ayudar al lector a acceder a pensamientos de otro modo insondables. Es inevitable para un pensador acudir de vez en cuando a los elixires del alcohol (y otros) con tal de alcanzar los razonamientos más conspicuos, por lo que el lector también puede precisar de la misma medicina con tal de alcanzar al autor en su pensamiento. La música funciona igual como fuente de inspiración, y en este caso, para el lector, convendría saber qué escuchaba el autor en la escritura. Esto no quiere ser tanto una afirmación como una pregunta, sin embargo. ¿Hace falta? ¿Acaso haría falta beber lo mismo que Malcolm Lowry para acceder a las peripecias del cónsul en Bajo el volcán? ¿Escuchar a Bach en una novela de Álvaro Pombo? ¿Fumar los Gauloises de Cortázar en su etapa parisina? ¿Escuchar a Charlie Parker en la lectura de El perseguidor?

Para la edición digital sería un buen negocio introducir la música que cada autor quisiera, aquella que, en su caso, inspiró la obra o bien su escritura. Alimentos o bebidas no, dada la imposibilidad física, aunque podrían aparecer en la pantalla a modo de publicidad, en la parte inferior, seguido de su pertinente recomendación: beba con moderación, no consuma más calorías de las debidas en una sola jornada, etcétera, coletillas que se están haciendo a la vida cotidiana y sin embargo nunca aluden a la literatura. Lea con moderación, esto es, la advertencia más obvia y necesaria en una sociedad que desconfía de la palabra escrita y también del silencio que conlleva. ‹‹Es la trampa del demonio —dice Kierkegaard a propósito del silencio—: cuanto más lo guarda, tanto más temible es también el demonio.››

Al igual que en la época de Gutenberg, cuando se temió de la lectura interior, por dañina, una práctica que iba a acabar con la tradición oral y con la bondad de las almas, así se teme ahora al esfuerzo que supone adentrarse en un libro. A esto no ayuda en absoluto que los gobiernos de turno y los paladines de la cultura insten a los ciudadanos a leer. ¿Qué interés perseguirán?, piensa el ciudadano de a pie. Así damos con un vagón de silencio en el AVE donde los viajeros rara vez leen. Una revista, a lo sumo, los mensajes del móvil. Ya ni prospectos tienen a mano. Prefieren escuchar música a través de los auriculares, ver la película que el tren pone a su disposición o quebrar el silencio con crecientes cuchicheos. ¡Ah, silencio, qué difícil es retenerte! ¿Qué peligros esconderás? ¿Eres de verdad la trampa del demonio?

‹‹El silencio —añade Kierkegaard— es también un estado en el cual el individuo toma conciencia de su unión con la divinidad.›› ¿Pero cambia esto mucho las cosas, en los actuales tiempos agnósticos?

De los cuarenta y tantos pasajeros que están en el vagón, apenas tres leen un libro, y los tres en papel. Serán conscientes de que, puestos a asumir riesgos, los que trae el papel son auténticos, por más elementos que incluya lo digital, entre ellos, claro está, la dispersión. Según datos oficiales, apenas el tres por cinto del mercado del libro es en digital (no se computa ahí la piratería, fuera de control) y es considerada una lectura de segundo orden. Los partidarios del ensayo creen que la narrativa se lee de fábula en formato digital pues no conlleva tanta reflexión (¡) y los partidarios de la narrativa creen que el ensayo se lee de fábula en digital pues no hace falta sumergirse en una historia. Pura contradicción, en definitiva, que viaja en tren y llega al fin a los distintos hogares sin la debida advertencia, es decir, que la lectura puede atentar contra su salud: invita a la reflexión, a beber, a fumar, a tener pensamientos impuros, al tormento y al silencio. Sobre todo, al silencio. Desconfíen del silencio, donde el demonio y la divinidad se dan la mano.

Escrito por Juan Bautista Durán