Una acuarela
Por Juan Bautista Durán
Frente a este artículo hay una ventana de grandes cristales, y al fondo, detrás de una serie de edificios, se levanta el monte, verde y frondoso de robles, hayas, helechos… Imposible poner el ojo desde el artículo en el interior del monte, nada más que sobrevolarlo, tal como hacen las nubes. Las hay grandes y pequeñas, esto se aprecia bien, y algunas seguro que traen lluvia, no inmediata, ni para este artículo, sino la lluvia que hace a la nube y genera un clima del que más se embeben las plantas que las personas. En España hablar del tiempo es ya una larga cuestión casi técnica, medio británica, gracias a los profusos análisis que hacen en los programas dedicados a la meteorología; sobre todo, en las distintas televisiones públicas. Es una manera de mantener a través del cielo las fronteras cada vez más diluidas del suelo.
‹‹Lo que se ve desde la casa —decía Antoine Artaud— pertenece a la casa.›› Las nubes ocupan el tercio alto de la ventana, quizá más, casi la mitad, sólo interceptadas por una antena de repetición que se levanta desde lo alto de una colina. La antena tiene bastantes tentáculos, como un pulpo, laterales y verticales, y el más alto alcanza varias nubes. No será tal el alcance, o sí, quién sabe, pero lo que se ve desde el artículo es el artículo. La antena toma altura y más altura, y al meterse entre las nubes es fácil adelantarse al momento en que las pincha y éstas descargan el aguacero que llevan dentro. Una tromba de agua, también esto llegará, seguro, una tromba que será cualquier tromba caída en este marco y le dará al fin los visos de cuadro. Una acuarela más que un óleo, o un acrílico, técnica muy en boga en la actualidad, de bello resultado y cómodo manejo.
‹‹La acuarela apenas te permite error —dice Alberto Acerbi, pintor argentino radicado en Tossa de Mar, Girona—; hay que pensar mucho lo que uno va a pintar, dibujarlo levemente, lo menos posible, y ejecutarlo con brío.›› Así lo aconsejaba J. M. Martínez Lozano, maestro de la acuarela nacido en 1923 en Barcelona y fallecido en 2006 en Llançà, localidad del Alto Ampurdán donde existe el museo muy bien cuidado a su nombre. ‹‹Martínez Lozano es un referente, habría que conocerlo mejor››, dice Acerbi sentado en su taller de la calle San Telmo, un taller-tienda, apenas divididos los espacios por un biombo del que cuelgan acuarelas como el aguacero cuelga de una nube.
‹‹La gente se fija, dice ahí va… el taller de un pintor, y entra, sale, pregunta, algunos compran, que de eso se trata; pero también hay que escuchar comentarios desagradables››, cuenta Acerbi. ¿Para qué quieres un cuadro?, le dijo una muchacha a una amiga interesada: Olvídate, hay cosas mejores en que gastar el dinero. Se fueron las dos chicas con sendos maridos, que esperaban fuera, impacientes por tomarse algo en cualquiera de los bares de la calle San Telmo, zona bastante concurrida de noche y a última hora de la tarde, aunque no tanto como en tiempos pasados. Había más bares, más gente, otro aire, y el mismo local donde Acerbi está era un bar de copas. Se aprecia todavía en la estructura del espacio, Acerbi pintando donde antes estaba la barra, es decir, sirviendo el material, y la tienda donde estaban las mesas. Ahí está su mujer, quien vende no sólo la obra de su marido, sino también un amplio surtido de artesanía y antiguas fotos del pueblo, de Pandora y el holandés errante, de pescadores, del cantante y el torero, de elegantes turistas…, fotos originales, enmarcadas, muy anteriores a la antena de repetición que pinchó la nube.
Ya viene cayendo el aguacero, y las nubes, en el centro de la ventana, apenas permiten distinguir el monte. Se amplía el cuadro pero se reducen las vistas, nada claro más allá de las primeras casas, enfrente, con las luces encendidas pero encerradas en sí mismas, silenciosas, como si el mare nostrum se hubiera trepado al monte y quisiera inundar este artículo de sardinas, cangrejos, estrellas de mar, lenguados, salitre… y barcas, la mayoría de las cuales ya no navega porque pasó la temporada de ocio. Este tipo de barcas suele quedarse en un rincón del cuadro, con música del Sinatra más romántico —Come Fly With Me o How Deep Is The Ocean—, lejos del pugilístico que apareció en el pueblo años ha con la implacable determinación de cerrar la caja de Pandora. Vuelven a la orilla con la lluvia y se salen del cuadro, quebrada y rota su función, lejos del centro vibrante en que el aguacero se hace cuadro y éste realza la pared, y el artículo, que ya no sabe dónde mirarse sino en el reflejo acuso del cristal.