Tinta en vena
Por Juan Bautista Durán
Los tatuajes son cada vez más visibles en la calle, por no decir en los campos de fútbol o las canchas de baloncesto, sin esa aura carcelaria o de marineros errantes que se estampaban en la piel los sellos que hoy día acumulamos en los pasaportes. Es a tal punto un hecho común el de hacerse un tatuaje que uno piensa en la tiendecita de tabaco que pedía Pound en un poema —«con sus brillantes cajitas/ primorosamente apiladas en los estantes/ y el fragante anduyo suelto/ y la picadura»…—, en vez de «esta maldita profesión de escribir/ donde uno necesita su cerebro todo el tiempo»[1]. Eso decía.
La cuestión es que hoy día le saldría mucho más a cuenta poner un taller de tatuajes que el añejo estanco. Mantendría cierto punto artístico, al que habría que añadir el elemento sorpresivo de los gustos y caprichos de la clientela, con una base no obstante más mecánica. No se trata ya de partir de cero, de crear desde algo próximo a la nada. Eso ya fue. Sólo la ciencia y los nacionalismos se permiten hoy coquetear con ese punto adánico de la creación, puesto que las distancias son tan distintas, por pequeñas, tan apretujada se nos va quedando la realidad, que el hecho creativo sale como las setas, por una especie de presión subterránea, casi sanguínea. Brota, estalla, nos sobreviene para evitar que hagamos algo peor.
La escritura, en este sentido, antes que una toma de decisiones —idea muy recurrente—, es la toma de conciencia: estoy aquí y no quepo y voy a decir esto, voy a distinguirme. Unos escriben una novela y otros acuden al trasunto de Pound a que les marque un proverbio hindú en el antebrazo o un pez en la ingle. «Este pez es mi conciencia, el proverbio hindú define mi forma de estar en el mundo»; «la parábola descrita en mi novela representa la parábola de mi vida». Somos esas creaciones, más o menos ambiciosas, con el lado venenoso que toda seta puede encerrar, a sabiendas de que cuando plasmamos en tinta una idea o unos pensamientos les estamos dando la posibilidad de que cobren vida y por tanto nos transformen. «Esa novela que representaba ‘mi parábola’ ahora va a propiciar otra»; «este pez o el proverbio van a tener que alimentarse ahora de otros peces y de otros proverbios». Y en cada uno habrá un nuevo aliento.
En esta trama se están metiendo las grandes empresas tecnológicas, propiciando un nuevo y siniestro avance de la era Gutenberg. Quienes la daban por enterrada no podían figurarse este giro macabro que, al parecer, pretenden dar a la humanidad y al que está claro que no habrá gobierno que se oponga. Ninguno se resiste a la idea de controlar más al ciudadano y estrechar así su campo de visión.
Tatuajes eléctricos, esto es, los cuales no sólo podrán analizar y recoger información del cuerpo de cada cual, sino también enviar mensajes y realizar llamadas. Es decir, estos tatuajes harán al ser humano localizable y controlable las veinticuatro horas del día, los trescientos sesenta y cinco días del año, sin excepción ni escapatoria, sin margen aparente para lo que podríamos llamar una regresión humanística. ¿Las novelas nos las pasarán también por la tinta del tatuaje, es decir, nos las meterán en vena? ¿O las volverán a prohibir? Claro que en algún momento, desde la última parcela de libertad que nos quede, aparecerá quien escriba una novela mordaz e inteligente que ponga en tela de juicio la implantación de esos chips —otra cosa no es— en nuestros cuerpos. Primero se los pusieron a los perros, no está muy claro con qué finalidad, acaso como meros conejillos de indias, y en breve nos tocará a nosotros. Es paradójico que vaya a ser a través de un tatuaje, sinónimo para muchos de libertad y rebeldía, justo lo que va a quedar seriamente comprometido a partir del momento en que introduzcan el primero.
Dice Bill Gates que a través de estos tatuajes podremos realizar muchas de las cosas que hacemos a través de los teléfonos móviles de última generación, como si necesitáramos esas tantas cosas que hacen estos aparatos y que más bien nos encierran como en una nueva caverna platónica. Vemos luces, representaciones, símbolos…, meras ilusiones que nos ciegan y embelesan. Hubo un tiempo no tan lejano en que, lejos de la rebeldía y la libertad, el tatuaje conllevaba el estigma de «estar marcado», un tiempo que muchos intentan traer de vuelta de forma irresponsable y que las nuevas tecnologías parecen favorecer al fomentar la segmentación y el control social.
Este escribidor se siente cada vez más próximo a la tiendecita de tabaco de Pound, aunque no fume, aunque no entienda nada. Ni siquiera Pound lo entendería, me temo, él que cargó al final de sus días con la mala conciencia de aquellos tiempos.
[1] ‘La isla en el lago’, traducción de José Coronel Urtecho y Ernesto Cardenal.