Tetas

Tetas

Muy activa en las redes sociales, Marina Perezagua (Sevilla, 1978) hablaba en una reciente actualización de un novio japonés al que, cuando se enfadaban, amenazaba con sacarse una teta en la calle. La posibilidad de ese gesto horrorizaba al japonés, pero no por una cuestión de celos o de dominio —que nadie sepa de mi tesoro, por ejemplo—, sino de vergüenza. Por aquellos pagos no se estila el dicho español de ‹‹ante la duda, la más tetuda››, sino todo lo contrario: cuanto más pequeñas, mejor, y cuanto menos espacio ocupen las cosas, lo mismo, en una clara apuesta por lo pragmático y lo portátil, en sintonía con la conspiración shandy vilamatiana, salvo que aquéllos —Duchamp, Benjamin, Scott Fitzgerald, Rigaut, etcétera— profesaban una sexualidad extrema. ¿Y qué ser de extrema sexualidad iba a sentir vergüenza de una teta turgente y carnosa?

No se puede comparar la actitud del novio japonés de Perezagua con la de quienes, pese a exigirse una obra ligera que cupiera en un solo maletín, mostraban un carácter voluble y alegre respecto a la vida. Los shandy debían funcionar como máquinas solteras, carecer de grandes propósitos, cultivar el arte de la indolencia y poseer un espíritu innovador. ‹‹Sólo una cosa nos pertenece —decía Rigaut—: nuestro deseo››, a lo que Duchamp añadía que su mayor arte era el empleo del tiempo, el puro vivir: ‹‹cada segundo, cada respiración es una obra de arte no inscrita en ningún lugar, ni visual ni cerebral, una especie de euforia constante››.

Los lectores de Perezagua ya tendrán noticia, si no del antiguo novio japonés, de su relación con el país nipón, al que dedica algunos relatos en los que respira un hálito muy personal, sin romper nunca el pacto con la ficción. Su voz crece hacia la ficción del mismo modo que la carne crece hacia el deseo, y ésa debía de ser la contrariedad del ex-novio, educado en una cultura tan recatada pero no por eso insensible a las formas y a la carnalidad. Ah, si en verano pisara las playas españolas, y en especial, las de la vertiente mediterránea…, qué conmoción, qué alegría, qué desvarío.

Cada vez más, las playas de nuestro país son un paraíso shandy en todos los sentidos, desde la abundancia de máquinas solteras a la necesidad de que todas las pertenencias quepan en un solo bulto. Si no, a ver quién encuentra sitio. Hace falta cierto ascetismo, no cargar demasiado el capazo ni llevarse un libro enorme, porque al fin y al cabo ¿qué se lee en la playa, si es menos un espacio para la fábula que para ser fabulado? La gente pierde allí parte de su identidad y adquiere una extraña potencia, unos musculados, los otros fofos; unos luciendo palmito, los otros escondiéndolo; unos anticuados, los otros modernos; lo mismo da, carecen todos de grandes propósitos y muestran cierta indolencia, junto con una marcada sexualidad, los más jóvenes, que rebasa el significado de la palabra escrita. Hay una constante fuga de cabellos, como diría el poeta; y entre las olas, una risa veloz que se mezcla con el silencio del mar y nos impide prestar atención al libro.

La autonomía que adquieren los cuerpos escapa a menudo a la persona y es pura actitud, en la pose, en la mirada, en la parte descubierta pero también en la cubierta. Qué envite a la imaginación ese destape general, esa risa moderna y burlona de los pechos y los traseros y los ombligos que se ponen morenos y a todos nos vinculan. De nada le habría servido a Marina Perezagua amenazar al ex-novio en una playa española con sacarse una teta, y es que al pobre japonés, por más que las de su chica fueran sus favoritas, le faltarían ojos para abarcar tal cantidad de tetas. Habría que enseñarle el refranero español, más bien, para que valorara lo que sus ojos veían y desmintiera al dicho —ante la duda, etcétera—, por chabacano. ‹‹Teta que baila en mano —dice el refranero—/ no es teta, sino grano./ Teta que mano no cubre/ no es teta, sino ubre./ Por eso la buena teta/ que en la mano quepa.››

Nada más lejos de la verdad, este refrán que obligaría al japonés a apartar la vista del panorama para mirarse la mano como lo haría un shandy, consciente de que el empleo del tiempo es su mejor obra, para luego volver a mirar el panorama, otra vez la mano y entonces decidir. O simplemente comprender.

Escrito por Juan Bautista Durán