Terapia de lectura

Terapia de lectura

Por Juan Bautista Durán

No se suele hablar de la posición en que leemos y es algo sin duda básico para que la lectura fluya. Requiere de unas instrucciones, como quien dice, y a los profesores de lengua y literatura habría que pedirles también unas lecciones al respecto. Instrucciones para leer, tal cual, del mismo modo que Julio Cortázar daba instrucciones para bajar las escaleras, para darle cuerda al reloj o para llorar, incluido el tiempo recomendado. El llanto, decía, debe durar unos tres minutos. ¿Y la lectura de una obra de narrativa? Más que la de poesía y menos que la de un cómic. Aunque eso dependerá mucho, es cierto, del hábito y el humor de cada uno.

Hay que ser un llorón experimentado y tener una pena muy honda para que el llanto se extienda más allá de los tres, cinco o diez minutos, tiempo recomendado por un Cronopio que con probabilidad nunca midió en serio la pena de un Fama. Para el llanto, como para la lectura, lo mejor es no fijarse demasiado en el reloj. La posición sí es importante, y hablar de ella en clase podría ayudar a los alumnos en cuyas casas se lee poco a acceder mejor a ciertos textos. Se habla de posiciones y posturas para muchos menesteres, pero rara vez, y eso que es indispensable, para la lectura. No basta con decir «en una posición cómoda», lo cual es obvio, casi una bravuconada, puesto que la incomodidad es la antesala del fracaso.

Se puede leer en la cama, en un sofá, en un sillón de base profunda y ancha como en el que estoy pensando, de color negro, con las piernas estiradas o bien dobladas, sentados a una mesa, de pie… e incluso hay quienes lo asocian a una especie de terapia laxante. No parece lo más apropiado. Lo que está claro es que a algunos lectores, al proferir sus airadas opiniones literarias, la pregunta que deberíamos hacerles es ésta: ¿Cómo lee usted? Es decir, cuando se dispone a leer, ¿cómo sitúa el cuerpo respecto al suelo y al propio libro? Y aún es más, ¿dónde lo hace? Es bien sabido que para acceder a la intimidad de las personas, más que las fechas o las ilusiones, es preciso conocer su ubicación, en qué lugares gustan de relajarse y solazarse. No es raro sentir curiosidad por ver la casa, el despacho, el estudio o el refugio de tal o cual persona, puesto que es ahí, en ese espacio propio, donde descubrimos su parte más callada. Por eso al decir «y a ti…, ¿cómo te gusta leer?» incurrimos casi en una indiscreción.

«¿De dónde surge el espacio que hay en mí?», se cuestionaba Wislawa Szymborska, en un verso que, en parte, ha de encontrar su respuesta en la lectura. En ella estamos abriendo todo el rato puertas y compartimentos que, si bien pueden estar vacíos, carecer de un verdadero interés, fomentan con su mera presencia e interpelación la puesta en marcha de nuestro intelecto. Llamémosle imaginación o aun memoria, tal como sugería Octavio Paz. La memoria, daba a entender éste, es el auténtico detonante de la creación. A ella remitía su excelsa obra poética y ensayística, en la medida en que da lugar al «espacio» mencionado por la poeta polaca.

«La vida dura unos signos trazados a uña sobre la arena», escribe Szymborska en el mismo poema[1]. Y en esos signos cual muescas habremos de acomodar el cuerpo: primero el trasero, seguido de la espalda; la nuca, que no quede del todo caída, sino relajada; las piernas, en una extensión variante entre los ciento cincuenta y los ciento ochenta grados; y por último, con el libro ya en la mano, conviene que los codos estén bien apoyados y permitan, en un ángulo a poder ser obtuso, la cómoda sujeción del libro y una lectura adecuada. Esta posición puede variar en función del peso del libro y de su temática, incorporando más o menos la espalda, con el consiguiente desplazamiento del centro de gravedad. El cuerpo debe ejercer a su vez de muesca para el texto, facilitando que la cresta de la ola resuene al llegar a la orilla, la sombra de un hombre cruja en el quicio de la puerta y el tiempo fluya sigiloso, imperceptible.

Este largo exordio sirve para volver al sillón negro, de base profunda y ancha, que antes mencioné y fue durante unos años base de mi calma, cobijo de grandes lecturas. Sin embargo, tras una remodelación obligada del espacio, no hay manera de encontrarle acomodo. Y hace años también de eso. Cuando no es una cuestión espacial, lo es lumínica. El reposo que en él sentía se salía de lo normal, no era, digamos, comprensible, del mismo modo que un amor feliz escapa a la normalidad. Y cuesta verlo ahí, inútil, en su enésima ubicación, cuando fue con diferencia el mejor anfitrión de mis lecturas.

Quizá deba deshacerme de él. Pruebo entre tanto a sentarme en otros sitios, alternando aquí y allá, sin más, que uno sin leer no es nada, pero la presencia del sillón es también su recuerdo y complica los demás aposentos. Puede que, por ello, no haya apreciado algunas lecturas o bien las haya malinterpretado, ofuscada la mente entre la posición de la espalda y el temblor de un brazo; puede incluso que parte de mi imaginación —«el espacio que hay en mí»— surgiera de ese sillón y que su memoria no me deje leer tranquilo, incapaz de abstraerme por completo. Tengo que deshacerme de él, en serio, pero no es fácil. ¿Cómo se prescinde de un amor feliz?

[1] Ambos versos corresponden al poema titulado ‘El gran número’ (1976), en traducción de Ana María Moix y Jerzy Wojciech Slawomirski.

© de la imagen: pintura de Guillermo Martí Ceballos, 2008