Sinestesias

Sinestesias

Por Juan Bautista Durán

«Las fechas son los hitos de la rutina.» Carmen Martín Gaite, El cuarto de atrás

Empieza el año con prisas renovadas, como todos los años, que traen más de lo mismo salvo que de distinto color. Algunos de Comba nos juntamos para darle la bienvenida en torno a una sinestesia, fiesta clásica, con música y comida y un puñado de figuras retóricas que a saber dónde quedaron. Hubo poesía, eso sí, y fútbol y alcohol, y algún disparate que ahora nos sonrojaría. Poco más, que tampoco es cuestión de abusar de una noche tan señalada. Algunos la temen, no sin razón. No se puede uno retirar y empezar a leer una novela, sin más, al margen del ruido y las celebraciones ajenas, pues corre el riesgo de ser víctima de ellas, del frenesí y la algarabía que suele traer consigo el paso de un año al otro, lo que por estos pagos se conoce, empleando otra figura retórica, como Nochevieja.

«Hey, poetas, ¿qué sinestesia se os ocurre con Nochevieja?» Uno dijo que le erizaba la piel, otro habló de una fiesta burbujeante y por último hubo una poeta, más animada ella, que reconoció «sentimientos de rosada juventud» en Nochevieja. Es difícil ser lúcido cuando uno está dentro de la sinestesia misma, cuando uno, estando sinestésico, pretende demostrarlo y se da la vuelta a sí mismo; entra entonces en la realidad más racional y se sale de la alteración que pretende poner en evidencia.

Para mí hay una situación sinestésica bastante común, en la que abundo sin intención, al desdoblarme en la primera y la tercera persona del singular y convocar sensaciones encontradas. Es la indecisión también, clave para confundir las voces y los sentidos y propiciar esa sinestesia en la cual lo que yo veo genera una reacción en él. Así se escriben muchas páginas. Así trata uno de probar la veracidad, por no decir la fuerza, de sus ideas y de las palabras que emplea.

«¿Qué porcentaje de libros de los que tenéis en vuestras bibliotecas habéis leído?», preguntaron en la cena. Y uno, imbuido del ambiente de Nochevieja, de esa especie de magia que suelen traer los años y que al fin dura lo que dura, unas horas, días como mucho, respondió por mediación de él. «Cerca de un sesenta por ciento», dijo. Luego en casa, ya descansado, habría de ver los muchos libros pendientes de leer, los que se quedaron ahí, a la espera, junto a los que dejó a medias y los que, como luces chillonas, figuran como leídos y releídos y da la impresión de que en su lectura incluyan todos los que no vamos a leer.

Un sesenta por ciento… ¡Más quisiera! La barriga me dio una punzada al decirlo, como increpándome «eso no cuela, bribón, vuelve a la realidad». Lo cierto es que fastidia no alcanzar a leer todo lo que uno quisiera —ni de lejos, imposible—, aunque peor es no recordar las lecturas, o no recordarlas bien, cuando menos, apenas una vaga y escurridiza idea. Se mezclan unas con otras y se agitan con esa misma punzada que me dio la barriga. En muchos casos, sólo al releer y añadir pausa a sus páginas, a su peripecia narrativa, tengo verdadera conciencia de haber leído tal o cual título. Carmen Martín Gaite decía que uno podía ponerse a leer de dos maneras, serena o impaciente, y que en casi todo sucedía lo mismo. En las relaciones personajes, en el trabajo, en las celebraciones, etcétera. Hacerlo de forma serena, decía, implica entrar en un libro «dispuestos a que nos cuente lo que buenamente quiera; no le forzamos a que él entre en nosotros y acierte en el resquicio exacto por donde puede inyectarnos consuelo».

A esa idea dedicó la autora salmantina buena parte de su obra, concentrada acaso, de forma intrigante y persuasiva, en la novela El cuarto de atrás, título cuya luminosidad literaria se trasluce a través de un cuarto oscuro y del cual vine a acordarme en esta entrada de año. «Las palabras son para la luz —escribe—, de noche se fugan.» Ay… Y si en Nochevieja una palabra se da a la fuga y no vuelve, ahí sí la podemos dar por perdida, perteneciente al pasado, al año que fue.

De vuelta a casa la noche es oscura pero ya no tan alta. Tras ella se adivina la aurora, que es también el año nuevo, y anda uno cansado y sinestésico, sin ganas siquiera de llenar esas cuartetas mentales en las que a veces entretenemos la mente, a falta —dígalo usted, Carmiña—: de mejor interlocutor, de un oído atento que sepa recibir y rebatir nuestras inquietudes. El año nuevo habrá de colorearlas, con su capacidad para generar algo parecido a la esperanza, nada más que eso, vana ilusión que nos permita acceder mejor a los cuentos y ser él y yo a la vez, y brindar, otro día, por una sinestesia sonora antes que por una fecha.