Santas redes

Santas redes

Lo más divertido de las redes sociales no es tanto el contenido cuanto el efecto que ejercen en las personas, y nadie se salva —o apenas nadie—, por más que algunos den en el perfil contrario al que se supone. Quien no tiene una cuenta en Facebook, la tiene en Twitter, en Google+, en Instagram o en Linkedin, si no en otras de menor relevancia, fáciles por tanto de combinar con éstas, que a su vez son combinables. Lo que está en Facebook, por ejemplo, se anuncia en Twitter y se muestra en Instagram. Pueden ser citas de los más grandes pensadores o literatos —‹‹Lo más profundo que posee el hombre es su piel››, André Gide—, pero al final su valor radicará en la presentación, el espacio, la manera en que dicha cita vaya envuelta. Una foto de Gide ya mayor, de la época en que le dieron el Nobel, quizá sea preferible para el caso a una de cuando era joven y realizaba viajes a las regiones más inhóspitas del ser humano. ¿A su piel? El aspecto bien parecido que tenía en aquel entonces daría a la sentencia un tono, más que a boutade, altisonante. Hay que acompasar palabra e imagen, ahí está el quid de las redes sociales, cada una con sus prioridades —palabra o imagen—, para que la gente dé cuenta de su garbo o de su torpeza, y luego, lo que es mejor, encuentre simpatías ajenas. ‹‹Pues yo me desvivo por tus carnes››, capaz de responder alguno.

Se pueden soltar también mensajes revolucionarios, tipo ‹‹a quemar las banderas››, para al cabo poner otras, claro está, inevitable repetición humana, y ese mensaje, según esté puesto, alcanzará un eco que ya quisiera para sí cualquier político o literato con ansias de poder. No se puede ignorar la fuerza de estos medios, y es que sus usuarios se cuentan en miles de millones. Tienen acceso en el trabajo, en casa, en el móvil… Es decir, en todas partes. Y andan por la calle con la atención fija en la pantallita del móvil, revisando las actualizaciones como antaño el misal.

Cualquier nueva forma de conectarse a través del móvil recibe el nombre de aplicación, y cada una es como un nuevo testamento, según a quien apele: los restaurantes, las casas de apuestas, las editoriales, los burdeles o los bancos, por no seguir con la enumeración. Las redes sociales representan a menudo una forma de convivir con el desprestigiado pecado. Ya está tardando la Iglesia Católica, de hecho, en sacar una aplicación completa, con el viejo y el nuevo testamento y los cuatro evangelios, capaz también de dar misa y de recibir la confesión de sus feligreses, con el debido perdón o castigo, según se tercie. Ahí es donde la aplicación mostrará su valor, a la hora de dirimir la enjundia del pecado. ¿Perdonaría a la Editorial Comba por hablar en vano —supuestamente—de la Iglesia? Una buena aplicación sabría castigar esos pecados verbales y perdonar los fraudes, la lascivia y el juego, debilidades tan inherentes al ser humano y propias del poder. Para eso, la aplicación debería estar bien conectada a Linkedin, donde el valor de cada uno se mide en los cargos alcanzados.

El dominio global que las redes sociales alcanzaron es similar al que la Iglesia Católica viene persiguiendo secularmente en nombre del Santísimo. No, no lo nombraremos en vano, pero esta actual omnipresencia es lo más cercano a la idea que teníamos de Él. La Iglesia desearía que, en vez de citas literarias o comentarios zafios, lo que más peso tuviera fueran pasajes de la Biblia, esto es evidente, y su puesta en común, además —la visión del desierto en cada uno, etcétera, con sus múltiples lecturas y reacciones—, permitiría una rápida detección de herejes, con sólo medir las palabras de cada usuario. Las redes facilitan mucho la tarea del espía, sea éste un clérigo o un novelista. Dan cuenta de nuestra existencia, y cualquier persona que se proponga alcanzar cierta difusión o notoriedad, por tanto, habrá de estar en alguna de ellas. Lo ponía de manifiesto en su página semanal el escritor español Gonzalo Torné, al preguntarse de qué pueden servirle a un novelista las redes sociales, y en particular, Twitter. La novela, decía, suele ser una condensación subjetiva del mundo, y en Twitter, seguía más adelante, el autor podrá contrarrestar un sinfín de opiniones e impresiones que enriquezcan su texto. La gente saca ahí su vida a relucir; expone su lado más íntimo y visceral, esto es, como en un discurso interior donde todo cabe y se mezcla y se amplifica. Lo más profundo que posee el hombre ya no es, como decía Gide, su piel, sino su perfil en las Santas Redes.

Escrito por Juan Bautista Durán