Razones de Chacel
Discípula de Ortega y Gasset y única mujer del grupo junto con María Zambrano, más joven que ella, los tumbos de la vida fueron esquinando a Rosa Chacel. Como escribe Julián Marías en su prólogo a La sinrazón, la autora vallisoletana fue a todas luces un rara avis. De Ortega se quedó sobre todo con la idea de diluir el argumento en beneficio de las ideas y la reflexión, algo muy propio de la época, de modo que en sus novelas y relatos el lector no siempre sabe qué sucede. Ni en Estación. Ida y vuelta ni en Memorias de Leticia Valle, ni incluso en Teresa, los hechos narrados están muy claros, mucho menos que en La sinrazón, desde luego, novela tan abundante y extensa que se sirve de una inteligente trama —casi policiaca— para engarzar sus elevados motivos.
Su segunda novela, Teresa, nació de un encargo de Ortega para la colección “Vidas extraordinarias del siglo XIX”. Amante de Espronceda, Teresa Mancha es la protagonista de esta biografía novelada en que quedan patentes los confines de todo pensamiento progresista respecto a su tiempo. Texto oscuro, para algunos más accesible que otras novelas de Chacel, tampoco contó con demasiada suerte. La primera edición tuvo que ser en Buenos Aires (1941) tras constantes postergaciones en España, debido a las controversias políticas y al estallido de la Guerra Civil.
Su exilio fue largo, hasta los años setenta, cuando poco a poco toma en Madrid la residencia final. Vivió entre Buenos Aires y Río de Janeiro, y en ambas ciudades el término que mejor define su exilio es la soledad. Se aprecia sobre todo en sus diarios, los dos tomos que forman Alcancía, también «ida y vuelta», en los que abundan las reflexiones acerca de su estar y su hacer. «Y luego aquí otra vez —dice—. No sé lo qué he hecho, no sé en qué se han ido estos días.» Escribe cartas, muchas y largas cartas; y la recepción de la primera que Ana María Moix le envía (1965) es para ella un soplo de aire fresco. Moix le escribe impulsada por la reciente lectura de Teresa y por su amigo Pere Gimferrer, mayor que ella pero ambos compañeros de la universidad, así como Guillermo Carnero, quien también interviene en la correspondencia. Los tres forman lo que Chacel da en llamar «el trébol».
El contacto más intenso es sin duda el que establece con Ana María Moix, al punto de intercambiar textos y vivencias que le sirven para ponerse al día de lo que sucede en España. Siente que esa correspondencia puede ponerla de nuevo en la órbita peninsular. La necesidad es tan real que no vacila en terminar sus cartas diciendo «contéstame rápido» o aun de escribirle ella antes de recibir respuesta, a ver qué pasa. Y pronto le pregunta por La sinrazón. Leyó Teresa, de acuerdo, pero ¿y La sinrazón?
Chacel volcó en ella todo su conocimiento narrativo, filosófico y existencial. Está muy presente la influencia de Nietzsche, en el sentido de poner a Dios en la voluntad humana, en vez de ajeno a ella, cual ente superior. La actitud de Santiago, el protagonista, da cuenta de ello. Se aprecia en cómo el poder de su mente logra virar los acontecimientos a su favor. La empresa, por ejemplo, que adquiere gracias a circunstancias muy casuales, parece que va pero no va, y siempre, en el peor momento, logra salvarla. Santiago es un hombre proclive a la digresión, un hombre de ideas, pero al mismo tiempo de acción. En esta novela los hechos sí importan, toman una forma mucho más determinante que en textos suyos más conocidos, como Memorias de Leticia Valle. ¿Qué pasa en esa obra? No está muy claro. Por el contrario, en La sinrazón están clarísimas la historia de amor, el poder de la voluntad y la caída en desgracia por faltar a las propias convicciones. Esa sinrazón a la que alude el título apela a los vaivenes contradictorios de la inquietud humana; el primero de ellos, la Guerra Civil en España. Pese a que transcurre en mayor medida en Argentina, la historia tiene un ojo puesto en España, en el devenir de la contienda. Y uno de sus personajes, Herminia, no sólo es un personaje riquísimo, que da el contrapunto a la mujer de Santiago y al propio Santiago, sino que trae la actualidad española al primer plano y además es perfectamente reconocible en la figura de Chacel. También escribe, y mantiene con Santiago largas conversaciones que vienen a demostrar que ningún aserto es válido sin su opuesto. Éste es uno de los grandes logros de La sinrazón, poner del derecho y del revés todas las ideas, siendo válidas unas y otras, un ejercicio que en momentos puede resultar duro para el lector; sobre todo, inmersos ya en las cavilaciones bajas de Santiago, interrumpiendo lo que hoy día se daría en llamar clímax. ¿Y a Chacel qué más le daba el clímax?
Ana María Moix no supo muy bien qué contarle cuando al fin pudo leer la novela y del otro lado del Atlántico sabía a Chacel esperando respuesta. «Me contagió su vitalidad —escribió—, su apetito de todo. Incluso terminada la novela, el libro sigue y es imposible pararlo.» Su carta es a todas luces cordial y protocolaria, y tal debió de ser la cara de Chacel al leerla. Moix le había demostrado ser una muchacha brillante, pero tenía diecinueve años, se peleaba con los grises en la calle, seguía a su hermano a locales nocturnos… Y además las primeras ediciones de La sinrazón contaban casi tantas erratas como páginas había. Eso desesperaba a Chacel: que una novela en la que había invertido nueve años de su vida saliera tan pésimamente editada y contara con tan pocos lectores…, ella, que estaba siendo más revolucionaria y moderna que muchos autores de su época. «Cada libro de Rosa Chacel —destaca Julián Marías— ha significado una aportación a los temas, a la técnica, al estilo de la novela; nunca ha escrito “un libro más”, sino otro libro nuevo.» Lo que entonces empezaba a hacer el nouveau roman francés ella ya lo había plasmado en La sinrazón. Pero en la vida la suerte hay que buscarla. De sobra lo sabía una nietzscheana como ella, ya no sólo intelectualmente, sino de forma empírica.
Sobrina-nieta de Zorrilla, de pequeña apenas acudió a la escuela, hasta que a los once años la familia se traslada a Madrid y pasa por colegios dedicados a las labores. En 1915 entra en la Escuela Superior de Bellas Artes de San Fernando, donde se codea con gente artística e intelectualmente despierta de su generación, y tiene contacto también con intelectuales de fuste, como Ramón Gómez de la Serna, Juan Ramón Jiménez o el propio Ortega y Gasset. Allí conoció a Timoteo Pérez Rubio, pintor con quien se casaría en 1921. En los siguientes años se fueron a Roma gracias a una beca que él ganó, de 1922 a 1927, etapa muy enriquecedora para ambos que sin embargo pudo empezar a esquinar la carrera literaria de Chacel. Se diría que nunca estuvo en el lugar adecuado en el momento preciso. En los años veinte no pudo sacar provecho del movimiento que se estaba gestando en Madrid, y tampoco supo hacerlo en el exilio, a diferencia de tantos otros, que pasadas las penas iniciales supieron volver esa distancia a su favor. Sólo en los años setenta y ochenta, a su vuelta a España, se empezó a reconocer su figura y su obra, siendo ya pura memoria. «¿Por qué habré de interesar a tantas doctoras y doctorandas —se preguntaba en esos años— en vez de tener verdaderos lectores, como se supone a todo escritor?»
Escrito por Juan Bautista Durán