Rompecabezas narrativo

Rompecabezas narrativo

Por Juan Bautista Durán

En 1948, en la Universidad de Columbia, Stanley Kubrick fotografió a una muchacha bajando las escaleras con un puñado de libros en los brazos. Pienso ahora en esa foto, y es de noche, la luna enmarcada a la perfección en la mitad alta de la ventana. Presagia aullidos e ilumina la noche, es luna llena. Pero no se puede fotografiar, no sabría retratarla con mínima fidelidad tal como la estoy viendo. La ausencia del revelado es una rémora importante, el hecho de no dominar ese proceso último de la imagen, a lo que debemos añadir nuestra incapacidad total a la hora de resolver las tomas nocturnas —esta luna— o en las que la luz no es estándar. Por muchos botones y funciones que tengan las cámaras modernas, móviles incluidos, no llegamos ni de broma a un pleno dominio. Nos quedamos en el encuadre y la correcta elección de la escena o perspectiva fotografiadas.

El joven Kubrick captó el momento justo en que los libros se escurrían de los brazos de la muchacha y se iban, aún no al suelo, sino al vuelo que podía acabar al pie de las escaleras, donde debía de encontrarse el futuro cineasta con su Leica. La instantánea es maravillosa, pero ¿qué parte tuvo Kubrick en que los libros fueran a caerse? A lo mejor sólo quería captar el movimiento de la muchacha al bajar las escaleras, aprovechando un ángulo que habría ensayado sin apretar todavía el botón de la cámara. No era cuestión de malgastar material. Kubrick habría escuchado movimiento en la zona, alguien que cerraba una puerta y se dirigía ahí, motivo suficiente para apresurarse al pie de las escaleras con su cara de loco y enfocar con el enorme flash a quien estuviera bajando.

Resultó una chica cargada de libros —no sé cuántos, hablo de memoria—, más atenta al equilibrio que éstos requerían que al ruido ocasionado en sus andares, bien fuera al abrir y cerrar las puertas o al dar un paso más fuerte que otro. Si se exclamó o no al ver al joven fotógrafo abajo, eso no lo podemos saber, sólo imaginarlo, del mismo modo que estamos imaginando la distancia adonde pudieron llegar los libros y la misma pose de Kubrick con la cámara en las manos. Medio agachado, esto es lo más probable, y muy sigiloso, él sí, porque el ejercicio de fotógrafo lo entendía cercano al de cazador y no era cuestión de hacerse notar hasta el momento de disparar.

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El susto de la muchacha al verlo, ésta tuvo que ser la clave. La personalidad humana, decía Kubrick, se resiste a las cosas claras, y en cambio siente atracción hacia los rompecabezas, enigmas o alegorías. Entonces ella apoyó un pie medio tambaleante, el otro ya del todo mal y en cuanto un libro se escurrió ya no pudo evitar que el resto se descontrolara también. Lo primero fue un simple ¡ay!, cohibida ante la presencia del fotógrafo, al que no esperaba y habría de deslumbrarla, un ¡ay! que se sostuvo varias milésimas de segundo, hasta que el primer volumen dio contra las escaleras. Entonces se convirtió en una palabra malsonante aunque no blasfema —no eran tiempos para la blasfemia—. Luego increpó igual al fotógrafo, que apenas la ayudó a recoger los libros. Tenía prisa por llevar la instantánea a su estudio de revelado. La foto quedó de maravilla, lo vio en seguida, estaba bien encuadrada y había logrado captar el instante justo en que los libros se escurrían. Logró detener aquello que el ojo humano no alcanza a apreciar. El ojo humano pasa del momento en que ella se tambalea al de los libros ya volados, casi en el suelo. El resto lo completa con el oído, en esa mezcla sensorial que Kubrick pudo echar en falta ahí mismo, ante la perfección de su foto. ¿Y el ruido de los libros al deslizarse, seguido de la exclamación de la muchacha? Era importante también el momento en que ella ponía el pie en falso, por no decir el portazo previo.

Esa carencia, que a buen seguro ya habría sentido en otras circunstancias, ese punto de quedarse sólo con una parte de la realidad, fuera casual o provocada —¿es posible que él mismo hubiese calculado el momento en que la muchacha bajaría para darle un susto y hacer que los libros se cayeran?—, con probabilidad hizo de Kubrick al meticuloso cineasta que fue, con su obsesión por controlar cada detalle y hacer que los elementos encajasen todos en su relación causa-efecto y sus consecuencias.

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Los libros eran once o doce, no se aprecia bien en la foto. Al final tuve que buscarla. Y no está tan claro que fueran a caérsele, esto es lo más asombroso, que en mi mente la escena hubiese corrido. Yo creo que sí, estoy casi seguro de que se le cayeron; pero en la foto no se evidencia, no hay ningún libro que de veras se esté yendo y ni siquiera la muchacha dirige la mirada al fotógrafo, atenta nada más que al escalón donde pone el pie. Ese instante que yo proyecté demuestra no obstante la fuerza de la fotografía, la mirada fina de Kubrick, no tanto por haber captado un instante mágico cuanto por adelantarlo, por darnos un fotograma narrativo. En esa imagen va una escena sin necesidad de rodarla, gracias al fuerte elemento dramático. Y si fue improvisada, como decía, o por el contrario preparada, a la manera de Robert Capa, eso no tiene ninguna importancia. No debe siquiera tenerse en cuenta, del mismo modo que no importa si la muerte de aquel miliciano fue real o simulada. ¿Acaso no hubo otros tantos que cayeron alrededor en las mismas circunstancias? ¿No se trataba de mostrar lo mejor posible lo que estaba sucediendo? El problema está en el uso posterior que se la da a la imagen, esa búsqueda —impostada— de la pureza moral que no tiene por qué estar en el arte. Eso Kubrick lo asumió en seguida. Los vericuetos y puntos oscuros a partir de los cuales fueron posibles sus grandes obras, esos enigmas a los que se refería, ponen en evidencia que ninguna manifestación artística, si está hecha con rigor y coherencia, es casual ni gratuita. Es como ignorar los estadios narrativos, esto es, que ahora es siempre todavía y la luna sigue brillando en mi ventana.

© de la imagen: Stanley Kubrick, 1948