Relaciones de ida y vuelta
Por Juan Bautista Durán
«Tantas formas hay de empezar una narración como de no empezarla.» Sentencias como ésta se repetirán a diario en los cientos de talleres de creación que pueblan el actual panorama literario. Y razón no les faltará, si es que eso dicen, puesto que el mismo embrollo de dar inicio a un texto puede surtir un efecto nulo; es decir, que al final nada arranque.
Hace años se hablaba de que lo ideal era emplear una frase subordinada, sin excesivas cláusulas, que incluyera el tono y el propósito de lo que uno va a contar sin desvelar nada, captando así la atención del lector. Un ejemplo paradigmático es el inicio de Cien años de soledad, tantos años después, cuya estructura ha sido reproducida con mínimas variantes no pocas veces. Sin embargo, Camus lo logra también en El extranjero al decir «Hoy ha muerto mamá», forma tan lacónica como directa de iniciar la narración, a la que añade la inmediata y humana disyuntiva: «O tal vez ayer, no lo sé.»
Las reglas brillan más en sus excepciones, en el contraste que plantean, y en este caso nos trasladan a una tercera cuestión, a la que voy a acudir dando un salto hiperbólico, cuando no deportivo, relacionando la escritura con el tenis. ¿Piensa el autor en el lector? Lo fácil es decir «no» a la manera onettiana —«escribo para mí: para mi placer, para mi vicio, para mi propia condenación»—, al igual que un tenista puede decir que juega para sí, para su disfrute y su reto personal. Suena idílico, no obstante, una cuadratura imposible para tan complejo círculo.
El autor construye una historia del mismo modo que un tenista ha de construir una jugada, un punto, el partido entero, con técnicas distintas, enfrentándose a las situaciones que su oponente le plantee y esperando el reconocimiento del público. Que éste entienda cómo quiere construir la jugada y por qué, qué tipo de juego quiere llevar a cabo. Claro que no va a salir a jugar con esa masa externa en la cabeza, sino todo lo contrario, abstrayéndose de ella, de la presión que pueda ejercer en sus golpes, para centrarse en la oposición y el juego que practique su rival. A dónde quiere llevarlo, cómo puede anular sus puntos fuertes.
El escritor debe conducir también a sus personajes, y sabe que no es algo simple, puesto que el personaje sólo será creíble en la medida en que presente algún tipo de oposición, que reclame su autonomía frente a lo que, si no, sería mera obediencia. Es evidente que cuando uno más brilla es en los retos difíciles, ante los jugadores que lo lleven al límite de sus posibilidades y los personajes que lo sitúen ante las situaciones más insólitas y profundas. En ambos casos hay que acogerse a unas normas, un patrón del cual el lector-espectador debe estar avisado para apreciar el juego en su plenitud. Esto forma parte también del diálogo a tres bandas, donde el lector-espectador es sólo receptor. Si participa es a posteriori, segundos después; primero va la concatenación de golpes, de palabras, las cuales no pueden depender de la recepción de nadie externo pues eso cortaría el juego, el ritmo de la narración.
El objetivo de un escritor, contaba Proust, es el esclarecimiento de una verdad interior entrevista, sin ocuparse de las demás. Su producción, pese a venir inspirada en la relación y convivencia con los demás, sea del modo que sea, sólo habrá sido posible a condición de no pensar en los otros mientras estaba pendiente de la obra. La paradoja esencial en la creación consiste en encerrarse para abrirse, en separarse para unirse a los demás. También los tenistas piden silencio antes de poner la pelota en juego, tienen que tomar distancia del escenario y estar sólo para su juego. Ahí tratan igual de ser creativos. Pero no para el público, sino en la medida en que esa creatividad sirve para propiciar nuevas situaciones de juego favorables a uno mismo, para gustarse, saberse en sintonía con lo que uno tenía en mente y se siente capaz de ofrecer. El lector-espectador se enganchará a poco que el juego fluya. Y si no se engancha, no pasa nada, otros lo harán.
El lector, si bien es el que da sentido último a la escritura, no es su agente inmediato, su voluntad inicial, ya que la escritura es la forma más elevada de pensamiento y si uno se entretiene en reverencias al lector se pierde y devalúa. Todo arte, y la literatura lo es en su lado creativo, se descompone cuando se lo quiere encauzar en exceso. Muchos autores de éxito perdieron peso en ese tener presente al lector, al querer contentarlo, cuando la búsqueda literaria del escritor es a un tiempo enriquecedora para la obra y para el lector.
Con esto no se quiere decir que uno escriba para sí mismo, teoría que ha dado pie a largos debates y con la que es difícil comulgar, diga Onetti lo que diga, y mal que lo diga bien. Es como si al tenis le quitaran el marcador, la posibilidad de una victoria o una derrota final. Pelotear está bien, puede ser divertido, lo mismo que saltar a la comba, pero nadie iría a verlo, sería una mera exhibición, y hay que elevar el juego a un nivel donde uno supere su propia condición individual. Tiene que haber una trascendencia posterior, esto es, para la que uno debe estar preparado, siendo consciente 1) de que tendrá que lidiar con ella, y 2) de que en muy contadas ocasiones ésta tendrá un peso mayor que el propio desarrollo literario o tenístico en sí. Estas situaciones se dan después de años de trabajo serio, libre y continuo, al que siempre hay que volver si uno no quiere convertirse en un títere expuesto a intereses ajenos.
¿Piensa entonces el autor en el lector? Lo hace en tanto que se tiene a sí mismo como lector, el lector ideal para la obra que se propone escribir, a la que tratará de aportar los modelos más apropiados según su naturaleza. La sensación final del autor, su mayor o menor satisfacción, dentro de esa paradoja proustiana, suele ser un buen indicativo a la hora de acercarse a la obra final. Y esto es porque se sabe un poco del otro lado, en los ojos del lector.
En la imagen: Carlos Alcaraz en un partido de Indian Wells, 2022.