Posturas e imposturas fotográficas

Posturas e imposturas fotográficas

Hay una tendencia fotográfica en la prensa escrita que va más allá de la información para centrarse en el informante. Desde que los periódicos incluyeron el color en las páginas interiores, los propios periodistas, tanto los columnistas estrella como los simples redactores, empezaron a asomar el rostro, cuando no el cuerpo entero, junto a las primeras líneas del texto. Suelen ser fotos positivas, más o menos bellas, que faltan sin variar a la verdad: cuando el articulista de turno clama contra la política interior del país igual que cuando celebra la enésima patochada emitida en televisión, o cuando el corresponsal destinado a Oriente Medio da cuenta de las atrocidades que allí se cometen. Lo mismo da, la foto es falsa, también la del enviado especial a equis ceremonia, que debe aguantar las ínfulas de unos y otros, o la del reportero deportivo que carga contra los jugadores de su equipo con una supuesta sonrisa en la cara. O los alaba, en el caso contrario, con la misma sonrisa contrita.

‹‹La fotografía —escribe Enrique Lynch en Nubarrones— puede mostrar que el tiempo fluye, como el río de Heráclito, porque ella misma se presenta como un corte de ese fuir, el secuestro de algo que una vez fue real, o bien puede mostrar que el tiempo ha quedado suspendido en el momento de la toma.›› Esto último, sobre todo, es lo que sucede en el caso de los periodistas cuya efigie aparece junto a las primeras líneas de sus artículos, el tiempo suspendido, congelado en la media sonrisa que esbozan con una pose a veces coqueta, a veces regia, pero siempre impostada, impropia de un profesional que se dice veraz. ¿Acaso alguien creyó que el periodista, por poner el rostro ahí, sería más fiel a la verdad? Al contrario, el texto hace al periodista mucho más que la cara, que no es sino expresión, y por tanto imposible de retener, por buenos fingidores que algunos sean.

La cara no debería ser la firma que precediera los artículos, aun cuando se tratase de columnas muy personales, de un ex-entrenador de fútbol, por ejemplo, o de un viejo escritor ocupado en reseñar a las nuevas generaciones. Estas nuevas generaciones serán las protagonistas del artículo, y por tanto de la foto, si es que alguna cabe. La inclusión del rostro de los periodistas en sus artículos va más con la infantil necesidad de encontrar imágenes en el texto que con el propio periodismo, suspendido hoy día, al menos el escrito, en un incómodo momento de su existencia.

Francisco Umbral en la última página de El Mundo, de septiembre a julio, figuraba con su inamovible jersey de lana, avistando la sociedad a través de sus días y sus placeres. Juan Manuel de Prada hace lo propio desde su ángulo oscuro, tres días a la semana en ABC, con rectitud cristiana, y también Javier Marías, todos los domingos en El País Semanal, gárgola de su propia zona fantasma. En estos casos, al menos, sus respectivos rictus malhumorado y severo se han impuesto de tal manera sobre su imagen que los tres hace tiempo que devinieron una caricatura de su foto. Qué difícil ponerse guasón cuando uno antepone a su artículo la mirada desafiante con que posó para la foto. Otros sonríen, y eso les quita seriedad; algunos parece que se apoyen en el primer renglón, como si quisieran saltar al texto; algunos se ponen condescendientes, como en una antigua foto de bodas; otros ponen cara de susto, como si los hubiese fichado la policía, dando a entender que ellos eso no. De los artículos firmados por estos últimos es difícil esperar más que una nota de prensa, y sin embargo sólo es la foto, una mala impresión, quizá, el momento suspendido que los traiciona.

Una de las principales reglas del periodismo debería ser no fiarse de las apariencias, pero los mismos periódicos, al imponer la foto, la cara del informante antes que la información, rompen este principio y obligan al lector a desconfiar del propio periodista. Del que nos mira con soberbia, del que se pone simpático para hablar de algo tan serio o del que adquiere un gesto trascendente para referirse a frivolidades. No se puede uno fiar de nadie, se dice el lector, y menos de sus retratos. ‹‹La foto —escribe también Lynch— es el espejo de nuestra humana incapacidad para comprender el tiempo.›› He ahí una razón de la actual cultura de la imagen, a la que nuestra sociedad está sometida con un fervor de posturas, poses e imposturas, que poco tienen que ver con el tiempo, sino con una manera de ser que ya no es lo que decimos, sino lo que aparentamos.

Escrito por Juan Bautista Durán