¿Por qué tanto miedo al naranja o al lápiz?
Por Ernesto Escobar Ulloa
El miedo a cualquiera de los dos candidatos es parte de nuestra inmadurez democrática. La sociedad movilizada peruana ya ha demostrado de lo que es capaz. Parecería que no se lo acabara de creer.
Por remontarme a uno de mis primeros recuerdos políticos, en 1987, movilizaciones de empleados bancarios (que luego apoyó Mario Vargas Llosa) acabaron con los planes de Alan García de estatizar la banca. Un Alan García socialista, vociferante y todavía harto popular. Cinco años después, si bien no fue el pueblo organizado, la comunidad internacional nos recordó que no estamos solos, que hay un tablero que no podemos patear: el golpe de estado de 1992, aunque tuvo un efecto devastador que aún estamos pagando, fue enmendado por la presión ejercida por la OEA, pese a que, con él, Alberto Fujimori alcanzó la cresta de su popularidad. Al acabar esa década, la Marcha de los Cuatro Suyos, si bien no derrumbó aquel régimen totalitario, lo hirió de muerte, sin que pudieran hacer nada por rescatarlo quienes habían sido su sustento: las Fuerzas Armadas, grandes empresas, la iglesia, el poder judicial y medios de comunicación. Un vídeo bastó para que se desplomara la dictadura.
El sistema judicial actual, con todas sus deficiencias, es el único en todo América latina que ha procesado y sentenciado a los cinco últimos presidentes, envueltos en el mayor caso corrupción del continente: Odebrecht. Sin contar que hace más de diez años Alberto Fujimori y Vladimiro Montesinos cumplen condenas por otros delitos. Alejandro Toledo está en vías de extradición. Los procesos de Ollanta Humala y Nadine Heredia siguen su curso, al igual que el de Pedro Pablo Kuszinksy. Keiko Fujimori ya estuvo en prisión preventiva, y actualmente se halla a la espera de un juicio de más de 13.000 folios por diversos delitos, como lavado de activos. Su partido, Fuerza Popular, está acusado por el fiscal José Domingo Pérez de ser, en verdad, una organización criminal.
Hace dos años, el dos veces presidente y líder del partido aprista, Alan García, acabó con su vida pegándose un tiro al verse acorralado por la justicia. Este noviembre pasado, el golpe de estado de Manuel Merino fue desarticulado en una semana por multitudinarias manifestaciones que se saldaron con dos víctimas mortales, los jóvenes Inti Sotelo y Bryan Pintado, convertidos hoy en día en mártires de la democracia, con una poderosa carga simbólica, que será difícil de olvidar. Es preciso recordar que dicha represión estuvo a cargo de un sector de la policía y que las Fuerzas Armadas no respondieron a las llamadas hechas desde el Palacio de Gobierno por ese presidente ilegítimo.
Es verdad que nos queda mucho por recorrer. El APRA y el fujimorismo, y otras fuerzas o líderes que se acercaron a su entorno de podredumbre, han pagado hoy las consecuencias. Al Fujimorismo sólo le falta la estocada final, una próxima derrota electoral podría significar su fin. Es cierto que la institucionalidad está por los suelos y que el Covid ha planteado una situación de crisis social, revelando la ausencia y la ineficacia del Estado, ya no sólo en los últimos años, sino en nuestra historia.
Hay señales de que la sociedad ha tomado conciencia de la necesidad de un cambio. Ésta debería ser la lectura de la primera vuelta de abril. El pueblo clama por lo básico: salud, educación, trabajo. Si seguimos sin poner freno a la desigualdad, no nos extrañe que regrese el terrorismo. Para ello no hay otro camino que políticas sociales. En otras palabras, el terror de los economistas: gasto público. No queda otra salida que una mejor redistribución de la riqueza. Estar a favor de ello no significa ser un comunista radical ni un terruco, como difunden los medios en su delirante programación. La tendencia a «terruquear» a todo aquel que desee modificar el modelo polariza la sociedad y le cierra las puertas al pluralismo político, ideológico. Tenemos que pasar página. Dejar de caer en el chantaje de la polarización. Empezar a dialogar. A tender puentes. A negociar.
Contar con empresas públicas no significa que vuelva el fantasma velasquista. El argumento autorracista de «esto es el Perú», «esto no es Europa», ya no vale. La corrupción está enquistada en la empresa privada igualmente y eso tampoco funciona. Lo que llaman el «modelo» es un mercantilismo corrupto que produce un monstruo llamado «brecha social» o, dicho en metálico, Sendero Luminoso, MRTA, narcotráfico y delincuencia. Si seguimos creyendo que a la delincuencia se la combate con más patrullas policiales y no con más colegios, escuelas técnicas, postas médicas, centros deportivos, bibliotecas…, es decir, oportunidades, estamos perdidos. Si seguimos creyendo que al comunismo retrógrado se le combate en contiendas electorales, pregúntele a Sendero Luminoso en qué fecha se produjo su primer atentado.
El libre mercado no es el problema. Quienes quieren un cambio no es que se quieran tumbar el libre mercado. Se quieren tumbar el capitalismo mercantilista. Quieren un libre mercado con gasto público, quieren un capitalismo social de mercado. Quieren transporte público de calidad, y no viajar como animales y perder tres o cuatro horas diarias. Quieren servicios sanitarios públicos de calidad, quieren colegios públicos equipados y escuelas técnicas públicas modernas, quieren pensiones con las que vivir decentemente. Para eso no queda otra que el gasto público, la creación de nuestro propio modelo de desarrollo con igualdad de oportunidades. La lectura de la primera vuelta no dice otra cosa que «no podemos esperar más, gasto público ya. Nos morimos».
Eso es Europa, eso es Noruega, Finlandia, Suecia, Dinamarca, Francia, Alemania, España…, eso es Singapur, China, Corea del Sur, Taiwán: escuelas públicas, universidades públicas, hospitales públicos, pensiones, centros cívicos, bibliotecas, polideportivos, becas, investigación. Quien quiera ir a lo privado que vaya, pero que no sea ésta la única opción ya que lo público es un desastre. Esos países tienen economías de mercado. Los cuatro tigres asiáticos pasaron de la miseria al desarrollo en menos de treinta años. Hay millones de peruanos que llevan treinta años escuchando hablar de un milagro que no acaba de llegar. Debemos aspirar a ser un país con alternancia, donde no represente sobresaltos ni una amenaza para nadie que entre la derecha o la izquierda. Para ello hacen falta acuerdos mínimos a mediano o largo plazo, en una misma dirección política respecto a los grandes temas, sanidad, economía, educación, reforma del estado, descentralización.
La sociedad civil tiene hoy en sus manos exigir estos acuerdos a los candidatos que pasaron a la segunda vuelta. Ambos apenas suman el veinte por ciento del total de los votos. Es decir, cuentan con el rechazo de un ochenta por ciento del país. ¿Por qué somos nosotros los que debemos tener miedo? ¿No deberían ser ellos? ¿Se van a quedar de brazos cruzados ante los temibles atropellos los partidos de oposición y el congreso? ¿Qué hay del resto de la institucionalidad u otros agentes sociales: alcaldes, presidentes regionales, fiscalía, defensoría, ONGs, fundaciones, medios de comunicación, sindicatos, Fuerzas Armadas, empresarios, etc.? ¿Vamos a permitir que un presidente o una presidenta antipopular acabe con el sistema democrático desde uno solo de los poderes del Estado? En lugar de verlo como una tragedia, deberíamos ver esta coyuntura como una oportunidad en la que, por fin, el poder lo tiene la ciudadanía, y que el ejecutivo nunca ha estado tan presionado como hoy para servirla.