Paraíso recobrado

Paraíso recobrado

Por Juan Bautista Durán

Llegó Rosario Izquierdo vestida con los colores de la cuenca minera de Río Tinto, esos tonos rojizos, amarillos, parduzcos que tan bien captó su propia hermana, la pintora María Izquierdo, en el cuadro que ilustra la portada de Lejana y rosa. La librería Muga de Vallecas estaba en sus topes, dentro de la última normativa anti-covid, dentro de tantas circunstancias que nos obligaron a posponer casi un año la presentación de la novela en Madrid. Hubo un acto en Málaga y pudo haber otro en Barcelona, pero era tentar demasiado la suerte, dentro de ese gran tiento que es nuestro día a día desde que se declaró la pandemia. Y a Madrid queríamos ir con Lejana y rosa, acercársela a los madrileños con el caudal histórico y emocional que contiene.

Estuvimos para presentar El hijo zurdo en la librería Burma a finales de febrero de 2020, días antes de que el país entero tuviera que confinarse. Los que se hicieron entonces con el libro seguro que tuvieron unos primeros días de confinamiento más llevaderos, aunque no hace falta, no se malinterpreten mis palabras, un confinamiento para disfrutar de la lectura. Y menos aún para disfrutar de una novela de Rosario Izquierdo. Lo dijo bien claro Noelia Adánez, maestra de ceremonias en Muga y, sin duda, una gran lectora: «Rosario tiene una forma de estar en lo literario que es muy emocionante; sus historias y su voz narrativa generan lectores.» Quiso decir «fans», y en verdad así lo expresó, con un desparpajo de vedette manchega capaz de mezclar agudas reflexiones con animadas arengas. Ella sería, como socia fundadora, la número 1 de club de fans, al que no pocos de los asistentes iban a unirse, incluida la librera.

«Rosario es una novelista de verdad —destacó Adánez—. Hay relevancia social en sus obras.» Y la solidez que viene mostrando en las tres novelas publicadas a la fecha da cuenta no sólo de una gran narradora, sino de una autora comprometida con un proyecto literario y con unas causas que van más allá de sus personajes. En ellos se da la medida de sus inquietudes, de indudable raigambre sociopolítica en sus dos primeras novelas, más históricas en ésta que nos ocupa, sin abandonar por ello lo que Adánez dio en llamar «relevancia social».

En Lejana y rosa recorre algo más de un siglo de la historia de España, desde la llegada de los británicos a finales del siglo XIX a las minas de Río Tinto hasta las postrimerías del XX, desde donde emprende Carmela, la protagonista, el viaje para atrás en el tiempo. Hay por tanto una serie de momentos históricos frente a uno personal, tal como quiso poner de relieve la autora en Muga, un momento que es el de la Transición y que coincide con la adolescencia y primera juventud de Carmela. «Las mujeres de mi generación vivimos el paso a la democracia en España al mismo tiempo que nuestro propio paso hacia las relaciones amorosas y el despertar sexual», dijo. La protagonista vive un romance con un escritor que le dobla la edad y le ayudará a tener una visión más amplia y crítica del momento histórico, a la vez que tiene lugar la seducción. De él heredará también esa traición que es la escritura y la literatura en general.

Entre ambos se establece una relación desigual en la que algún lector ha querido apreciar violación, punto que, a juicio de la autora, no se da. Tampoco Adánez lo ve así, al contrario, observando en Carmela los pasos propios de quien se inicia en el sexo y experimenta una mezcla de deseo y miedo. «Hay un erotismo maravilloso en la novela —dijo—, le da un vuelo poético. Nos gusta cómo escribe y trata Rosario el erotismo.» Destacó también el aroma de novela antigua que mana, evitando no obstante caer en lo folletinesco. «Todo fluye de forma natural, bien imbricado, tal es la amplitud de registros que maneja Rosario. Parece que las palabras se le caigan en orden.»

Además del chal, el vestido y el jersey a juego con los colores de la cuenca minera, Rosario Izquierdo llegó a Muga con una historia propia. A finales de los ochenta, primeros de los noventa, vivió unos años en Vallecas, y fue allí, cerca de la librería, donde empezó a escribir una primera versión de esta novela, treinta años antes de su publicación final. Habló también de una novela erótica que escribió en los mismos años y que quedó entre las finalistas de un reconocido premio de la época. Días de ángeles caídos, así se titulaba. La destruyó, sin embargo, ya no se puede rescatar, sólo el rastro de los ángeles caídos en su obra publicada. Lo vemos al final de El hijo zurdo, en la reflexión que su protagonista hace ante la escultura del ángel caído en el parque de El Retiro, así como en algunas alusiones que hace en Lejana y rosa: «Uno de ellos se posaba sobre los muslos tapados y el otro, suspendido entre el cielo y la tierra, se rendía a la gravedad de su peso, expulsado como un ángel caído.» Para ella, vino a decir, el Ángel Caído simboliza al rebelde que es castigado por serlo, y en paralelo, también, la pérdida de la inocencia. «Es en torno a esos significados que se me aparece en la escritura —dijo—. No sería el diablo en sí, sino un Ángel expulsado del paraíso, de la pureza.»

Lo que no permitió que se cayera fue esta novela, o si lo hacía, si la rebeldía que mueve su mundo le impulsaba a la caída, que se levantara. Por su tierra, por la memoria de una época hoy tan poco presente. Y no nos estamos refiriendo a la Transición, está claro, sino a la larga explotación minera por parte de los británicos en Río Tinto. Esta necesidad de calzar los tiempos, de equilibrar y contrastar los distintos niveles narrativos, puede tener que ver con el hecho de que su escritura se le alargara en el tiempo. La dejaba y la retomaba, y así repetidas veces, en periodos de tiempo que de ningún modo merman el libro. No ve el lector distintos momentos de escritura, es todo un mismo torrente narrativo que engancha pese a sus trescientas páginas. «Dudo que vuelva a escribir una novela tan larga —dijo—, eso es fruto de los años y de sus reescrituras.» Y si así fuera, ¿qué más da? En sus novelas, Rosario Izquierdo alcanza una armonía que no es ni mucho menos paradisíaca pero se hace necesaria, por no decir placentera.

© de la foto: Bárbara Arrante