Obsesión de alimaña

Obsesión de alimaña

I

Que se hable del cuento es sin duda positivo, aunque canse, aunque no esté muy claro lo que es y haya que resaltar a menudo que no se trata de un espacio infantil. En los últimos años el número de publicaciones va en aumento, así como los premios dedicados a ellos y la relevancia que sus autores pueden alcanzar. Basta con traer a colación el ejemplo de Enrique Vila-Matas, original y celebrado autor que en sus inicios se dedicó en mayor medida al cuento, con títulos como Una casa para siempre, Suicidios ejemplares o Hijos sin hijos, auténticos libros de cuentos con un motivo central que los guiaba, y una estructura, en cada narración, propia del género pero no encorsetada según los tópicos que se le suponen. Que si no debe sobrar ni faltar una palabra, que si la perfección circular, que si planteamiento-nudo-desenlace, que si el giro final… tópicos que suponen un problema por cuanto 1) dan a entender que si un autor los cumple el texto ya es bueno; 2) obligan a una rigidez innecesaria; y 3) generan miedo a tomar caminos alternativos, es decir, propios.

Hoy día parece que esta convención estalló, tal como vino a destacar Eloy Tizón en su columna de El Cultural en octubre de 2015. Reconocido autor de cuentos, Tizón se refirió al “postcuento”, donde «puede haber conflicto o no», puesto que «el panteón sagrado del cuento ha comenzado a agrietarse y por sus rendijas asoma otra luz, otro aire». La variedad que hoy se impone en el cuento es indudable, gracias a la mezcla de tradiciones y aun de géneros, pero no parece justificado que esa evolución deba acarrear el borrón y cuenta nueva que se infiere de la palabra “postcuento”. Los preceptos de Chéjov siguen siendo válidos, así como el decálogo del necrófilo Quiroga: «cuenta como si el relato no tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes». No sólo se refieren al cuento, sino al arte de narrar. En el clavo de Chéjov estaremos colgando historias toda la vida, y no tienen por qué ser a la fuerza cuentos. Quizá crónicas, simples artículos o incluso novelas. En palabras de Samantha Schweblin, al cuento lo define «una idea de síntesis y de efectividad, algo orgánico que tiene que ver con la intensidad y la precisión». De un modo similar lo decía Julio Cortázar, apelando al rasgo diferencial que debe ser la tensión interna. «El gran cuento breve —decía— condensa la obsesión de la alimaña.»

Estos rasgos deben estar presentes sea cual sea el estilo del autor o la manera en que le interese cerrar la historia. Se habla del final abierto como si fuera un no-final o la ausencia del mismo, la anulación de la pieza, cuando ese giro último que se le supone al cuento es en ocasiones forzado y vacuo. ¿Acaso uno de Capote tiene más fuerza que uno de Bolaño? ¿O son mejores los de Buzzati que los Coover? No lo parece. Claro que tampoco a la inversa. Se puede hablar de una diversificación en cuanto al punto de mayor intensidad de la historia, que no tiene por qué caer al final, un rasgo propio del cuento infantil, por lo que es bueno no depender de él. El giro final, cuando es condición sine qua non, se vuelve más bien una limitación. Y obligar esto en el cuento sería como valorar únicamente determinada métrica en la poesía. Las etiquetas y corsés que se adaptan al género más que sus propias virtudes no le hacen sino un flaco favor, limitando su alcance.

En este sentido, Tizón está en lo cierto al reconocer las múltiples formas de acercarse al cuento, tanto en autores consagrados —él mismo o César Aira, por ejemplo, cuyas formas narrativas poco tienen en común—, como en autores jóvenes, de cuya creación anda al corriente gracias a su presencia en el jurado de varios certámenes. La variedad de voces y estilos que ahí concurren debe de ser enorme; pero, aun así, que haya esta diversidad no es motivo suficiente para acuñar un nuevo término.

Autores como Rosa Chacel, Clarice Lispector o el mismo Vila-Matas ya exploraron aspectos del cuento en los que hoy se hace hincapié, y hablar ahora de “postcuento” (o del término que fuere) significa poner una barrera equivocada. Hay siempre una continuidad, y nada surge de generación espontánea, nada, ningún arte ni tendencia ni corriente, y si en algún momento se da a entender que así es, esto no hace sino comprometer la creación futura. El cuento no responde a una única forma de narración, y esto es importante tenerlo presente. No encorsetarlo. Es importante también que autores como Tizón, Hipólito G. Navarro, Schweblin o Bonilla, entre otros, abunden en él y tengan el apoyo de la crítica. Que no se lo considere un género menor ni un género donde las normas son más que las virtudes. Que la alimaña cortazariana sacuda una y otra vez al lector.

II

El extendido desprestigio del cuento habría que buscarlo en un origen cultural, en vista de que, siendo hoy la novela el género dominante en todas partes, el peso del cuento es más elevado por otros pagos. Basta con echar un vistazo a las letras anglosajonas, y dentro de nuestra lengua, a la tradición del Río de la Plata. El respeto que ahí se tiene a los grandes cuentistas es enorme, al punto de que un genio como Borges no tuvo ni buscó la necesidad de asomarse a la novela. Otros sí lo hicieron, como Cortázar o Abelardo Castillo, cuyas novelas sin embargo no sobrevivirán a los cuentos. Ambos fueron auténticos maestros en el manejo de la media o corta distancia narrativa, fieles renovadores de un estilo que ojalá gane pronto una posición predominante para vaciar las librerías de vacuas palabras novelescas.

«Ojalá no sepamos nunca qué dirección tomará el cuento, que no sea posible su evolución, que nos asombre y deslumbre con nuevas propuestas cada poco tiempo», afirma Hipólito G. Navarro. Para eso la prensa debería desempeñar un papel determinante, ofreciendo más espacio a los cuentos, no sólo en verano, sino en suplementos, páginas culturales y alrededores. Y quizá esto obraría también en su favor. Ya apenas las revistas literarias ejercen esta función, lo que sin duda es una pena.

A la novela, como sugiere César Aira una y otra vez, se llega poco a poco, a través del cuento o de la pura narración. Sus novelas escapan de ambos géneros, se quedan a mitad de camino, en aquello que los franceses llaman nouvelle y los anglosajones short-long, un punto intermedio que el editor, según sean sus intereses, ubica de un lado o de otro. Claro que a Aira habría que ubicarlo de cuerpo entero: no tiene otro equilibrio que el suyo propio, y de ahí que sus invenciones no sean leídas como cuentos o como novelas, sino como libros de César Aira. Con pocos autores sucede esto, es evidente, sólo en la medida en que crean desde un extremo del canon y son capaces de llegar al lector. Si de repente Aira decidiera bautizar sus cuentos con otro nombre, así como el venezolano José Balzá los llama “ejercicios narrativos”, y ese nombre cuajara, a lo mejor estaríamos hablando de un verdadero bautismo. ¿Qué si Cortázar o Borges o Unamuno o Aldecoa lo hubieran hecho?

Nuestra tradición literaria bebe a todas luces de El Quijote, y no es en balde, pero cuesta salir de esas caballerizas. Se impone el ideal de la novela, y más aún cuando el propio Cervantes llama a sus narraciones breves “novelas ejemplares”. El término determina la acción, lo cual hace, en este caso, que todo remita a El Quijote. (No estaría mal, por cierto, aprovechar las conmemoraciones cervantinas para reivindicar su obra más allá de El Quijote.) Al cuento se lo denomina también relato, alejándolo del género infantil, y aunque no es un mal remedio, resulta ambiguo. Un relato es una narración, a fin de cuentas, un término muy fáctico y de fácil transmutación. Cualquier crónica puede ser tomada por un relato, con un mínimo disimulo, y lo mismo un artículo medio creativo. En cambio, si a sus Novelas ejemplares Cervantes las hubiese llamado, por ejemplo, “ficciones” o “sargas” o aun “ordalías”, hoy día no estaríamos hablando de cuentos o relatos en referencia a esa obsesión de alimaña para lectores adultos. Quizá “ficciones”, partiendo de Borges, no sería una mala manera de rebautizar el género, sin entrar tampoco en un baile de nombres. Es sólo una sugerencia contemporánea.

Llámese como se llame, lo que tampoco ha hecho demasiado bien al género son las recurrentes compilaciones en que autores más o menos conocidos concentran toda clase de textos bajo el titulillo de “cuentos” o “relatos” (o alegres invenciones) y ya el lector se topará con la pura realidad. Lo que en resumidas cuentas se llama “refrito”, cuya pestilencia se pega a la nariz del lector durante tiempo. ¿Cómo va a asomarse luego ese lector a un libro de cuentos de un autor desconocido, si ni siquiera los reputados los arman bien? Un hecho similar precipitó de algún modo la caída del mercado musical, puesto que muchas bandas, con uno o dos temas buenos, armaban un disco con otras canciones menores. Ahora los dos temas buenos se venden desde Internet y el disco se vende solamente si es bueno en su conjunto; es decir que ofrezca variedad artística y unidad conceptual. Los mejores discos de Led Zeppelin o de Miles Davis o del primer Bunbury con el Pequeño Cabaret Ambulante… ¿acaso un libro de cuentos no debe aspirar a crear obras tan redondas? Ahí está la obsesión de la alimaña. Queda de manifiesto en autores como los aquí citados, y en tantos otros, desde veteranos como Ignacio Martínez de Pisón a los jóvenes Matías Candeira, Juan Gómez Bárcena o Sara Mesa. Y es de esperar que estos autores no se abonen de forma absoluta a la novela, insisto, que sigan cultivando el noble género del cuento.

Escrito por Juan Bautista Durán
Ilustración de Cheo González
http://cheogonzalez.tumblr.com/

Este artículo se publicó en Revista Eñe