Nueva luz sobre el Parque de Doñana

Nueva luz sobre el Parque de Doñana

Juan Bautista Durán

La nota preliminar con que Juan Villa inicia Voces de La Vera es tan completa y orientativa que poco se puede añadir, poco es lo que reseñistas y editores vayamos a sumar a sus palabras. Da lugar a lo que, de algún modo, el autor de Almonte considera leyenda, por aquello de que los hechos relatados transcurren en un enclave real y determinado y no han de alejarse demasiado de lo que en otros tiempos sucedió. Todo parte de la voz popular, de lo que unos contaron a otros y de lo que éstos contaron a los de más allá, con la evidente pérdida de datos precisos en favor de cierta magia, de esa fabulación inherente a todo relato.

Natural de la región, Villa añadió a su trabajo de profesor de lengua y literatura la tarea no menos ardua y necesaria de trasladar el parque de Doñana y su entorno al terreno literario, con una decena de títulos ya publicados, tanto de ficción como ensayísticos. «En sus indagaciones sobre la historia social de un territorio que conoce tan a fondo y tan de veras, ha mostrado una imagen de Doñana que yo desconocía, o conocía muy fragmentariamente, y que constituye una especie de complemento interpretativo de mis figuraciones literarias», escribió José Manuel Caballero Bonald al respecto. Otros reseñistas comparan su trabajo con el condado de Yoknapatawpha creado por William Faulkner, lo que no ha de leerse sino como una exageración que, como sucede en estos casos, destila una parte de verdad. 

Faulkner tomaba una referencia ficticia, si bien reconocible, mientras que Villa la toma real, documenta su alrededor sirviéndose de las herramientas propias de la ficción, sin perder de vista en ningún momento lo que él llama «el fondo factible de las historias». Sin embargo, al trazar ese salto entre la Doñana de Villa y el condado del Nobel norteamericano, lo que el crítico nos indica es que el propio autor forma parte ya de ese territorio con estambres de leyenda, es decir que la ficción superó la realidad. Sus personajes se sitúan en uno y otro lado, tan pronto ficticios con mimbres de quienes sí existieron, como reales que acuden donde aquéllos habitaron y a la fuerza tienen que encontrarse y dialogar, romper esa tiesura que a veces se adueña del molde fáctico. Averiguar quiénes son cuáles no tiene ningún sentido, ni gracia tampoco, siquiera para los lectores de la región que acaso podrían distinguirlos. 

Lo más divertido, reconoce el autor, es cuando alguien dice haber conocido de joven a tal o cual personaje, cuando éstos no son sino fruto de la imaginación. El tío Cardales es uno de los que más viene generando esa suspicacia; hombre achaparrado y recio, lo describe Villa, «inquilino espurio del Palacio desde lustros atrás, donde nadie supo ni sabría nunca a ciencia cierta cuál era su misión. […] Mascaba continuamente, a la manera de los camellos, casi siempre nada, con su boca sumida de la que se escabulleron los dientes décadas atrás». Y en ese mascar de camello, el tío Cardales contaba historias que los lectores de la región reconocen no sólo como propias sino oídas de esa misma boca desdentada que habita en la literatura, desde cuyo promontorio vino a retratar la vida como una meada… Hasta que la tierra se la traga.

La confusión que el tío Cardales pueda generar es más fácil gracias a las maravillosas ilustraciones de Daniel Bilbao, doctor en Bellas Artes que pone cara a ése lo mismo que a los biólogos o a los animales de labranza; hace un auténtico muestrario a grafito del paisaje físico y humano descrito por Villa. «La curva no es más que la constatación del acomodo al medio, del plegarse al accidente», asegura Villa en la nota preliminar. Y entre ambos, en la que es ya su enésima colaboración, dan buena cuenta de esa ductilidad necesaria para hacerse a los paisajes y a las voces ajenas. En total, son una sesentena las ilustraciones que acompañan las más de trescientas páginas de esta novela coral, compendio de voces entreveradas que deben definir esa tierra irresoluta, «tierra de entrañas inquietas y veleidosas bajo la que duerme el viejo mar de los tartesios, poblado de héroes y de mitos de unas edades que han pervivido en los escritos de los sabios antiguos pero permanecido ajenos a la memoria».    

La publicación de Voces de La Vera coincide con el cincuenta aniversario desde que el 16 de octubre de 1969 se publicara el decreto conforme a la creación del Parque Nacional de Doñana, hoy día Reserva de la Biosfera y Patrimonio de la Humanidad, un territorio tan valioso como jugoso para quienes intentan medrar en la vida política. Son conocidas las discrepancias que cada cierto tiempo se generan en torno al orden, protección y provecho que sacarle a la zona, ya sea para la obtención de recursos naturales o para proyectos de índole industrial, motivo por el que los grupos ecologistas reclaman que se blinde el parque «de una vez por todas frente a todo tipo de amenazas».

Villa acerca este paisaje natural al lector de forma parecida a la empleada por Miguel Delibes a la hora de retratar el norte de Castilla y sus habitantes, una obra imprescindible la de Delibes para entender una época y cuya tradición no podemos echar a perder. De lo contrario, el peso del tiempo abunda nada más que en la recién bautizada «España vacía», una España que olvida parte de su territorio y con ello las historias que lo conforman. «Se ve mejor al hombre desgajado de la multitud que en el seno de esa multitud», decía aquél. Y los que habitaron La Vera son gran ejemplo a través de Villa de esta afirmación, tanto el tío Cardales como los guardas, Nemesio el Pajarero o Agustín el Rifeño, con una presencia femenina clave también para el desarrollo de esa Vera que «a lo largo de centurias fue el eje civilizatorio de Doñana» y hoy debe arrojar nueva luz sobre el Parque Nacional, lo que fue y lo que es; pero, sobre todo, lo que puede llegar a ser en la actual coyuntura climática y territorial.

© de la imagen: dibujo de Daniel Bilbao, incluido en el libro Voces de La Vera