Nuestro ánimo
Por Juan Bautista Durán
Una particularidad de la prensa publicada en papel es la relación de los artículos dispuestos en una misma página, que pueden comunicarse entre sí, darse la respuesta el uno al otro, sin necesidad de estar hablando del mismo tema ni de compartir algoritmo. Esta parte más azarosa se pierde con la monitorización informática, para bien y para mal. En la red, donde el espacio es casi infinito, se interrelaciona todo mediante unos códigos, que en el papel se establecen a través de las páginas, finitas. Por ello hay que forzar en el papel algunos encajes que a la postre pueden no resultar baladís.
El pasado 21 de enero coincidían en la página trasera de El País un artículo de Juan José Millás titulado ‘No recuerdo’ y una entrevista a la lingüista y profesora de la Universidad de Barcelona Carme Junyent, coordinadora de un libro en el que setenta lingüistas, todas mujeres, alertan contra el lenguaje inclusivo. «Es una imposición desde arriba —dice—. Muchas veces, este lenguaje ridiculiza la lucha de las mujeres y obstaculiza el mensaje. Acabamos hablando de cómo se dicen las cosas en vez de qué se dice.» Es una trampa, en fin, tal como habrá de serlo para Millás el cajón que encontró en el armario empotrado de su dormitorio. Después de muchos años viviendo en la misma casa, fue a dar para su sorpresa con ese cajón, mal descubrimiento para una mente obsesiva. «Como no podía dejar de darle vueltas al asunto —escribe—, se me ocurrió que quizá esa gaveta tuviera la capacidad de hacer desaparecer cuanto se introducía en ella e introduje una ficha de ajedrez.»
No concebía Millás que en una casa vivida y llena de objetos como la suya hubiera un cajón vacío, casi secreto, del que para mayor inri no tenía noticia. Su contrariedad es similar a la de muchas mujeres al darse cuenta de que el genérico lingüístico es por defecto el masculino. O coincide con éste, diría un lingüista. Y en consecuencia tuvo lugar el llamado lenguaje inclusivo —es decir, «un o una lingüista»—, instalado hoy día en los estamentos oficiales. «Hay profesores que obligan a sus alumnos a escribir así. ¿Quién ampara al alumno? —se queja Junyent—. Hay cosas que, si sabes cómo funcionan las lenguas, no tienen sentido. Pero como nadie escucha a los profesionales…»
¿Y a Millás quién lo ampara? La reina blanca que introdujo en el cajón seguía ahí a la mañana siguiente y en los días sucesivos. «Pensé que quizá se había dado cuenta [el cajón] de que yo me había dado cuenta y había decidido suspender su actividad durante un tiempo», escribe, al borde ya de la paranoia: «Sometí al cajón a una vigilancia intensa.» Luego dice que introdujo una docena de calcetines viejos, de los cuales sólo encontró, al cabo de un mes, once. Pero no podría asegurar haber metido once en vez de doce, del mismo modo que no recuerda si sacó o no la reina blanca. Ahora ya no estaba. Y ese no recordar es lo que da alas al misterio, a la posibilidad de una fuerza sobrenatural escondida en esa gaveta. Y, de pasada, al no recordar establece una especie de juego literario con el manoseado «me acuerdo» de Joe Brainard y Georges Perec.
En vez de decir «me acuerdo de haber introducido la pieza de ajedrez», Millás dice «no recuerdo haberla sacado», «no recuerdo si introduje once o doce pares de calcetines», «no recuerdo haber visto nunca este cajón en el armario del dormitorio»… dando pie a una realidad paralela, obsesiva, donde empiezan a cobrar importancia otras normas. Pero con toda probabilidad el problema no esté ahí. «El problema —dice Carme Junyent, no sin cierta candidez— es que nos acepten a todos como somos y podamos vivir la vida que queremos.»
El lenguaje inclusivo parte de la buena voluntad de no discriminar y ser respetuoso con todos los espectros de la sociedad, en particular, donde surgen diferencias entre el género masculino y el femenino. Lo que no está claro, sin embargo, es si es una solución o más bien incide en el conflicto. Siendo predominante el masculino como genérico, son muchos los casos en que un sustantivo o un adjetivo femenino responden por igual al género masculino. Y esto no supone un problema, ni siquiera nos lo habíamos planteado. Muchas profesiones tienen por defecto la terminación femenina y ningún hombre reclamó el masculino para su correcta identificación.
Hay que dar de sí el lenguaje para usar siempre la expresión más adecuada y el género correcto, pero conviene no perder de vista el funcionamiento interno de la lengua, tal como indica Junyent, y menos aún el objetivo real de esa inclusión. De lo contrario, nuestro ánimo se pierde en una gaveta parecida a la de Millás, donde los hablantes, obcecados, en vez de unos pares de calcetines o una pieza de ajedrez, introdujimos una serie de palabras que a lo peor nos engullen.
© de la imagen: fotografía de Cheeky Ingelosi.