Mutua admiración
Por Juan Bautista Durán
Entre mayo de 1976 y enero de 1979 Rosa Chacel y Mercè Rodoreda intercambiaron cuatro cartas, publicadas en el número 87 de la Revista Turia (noviembre 2008) por Carme Arnau, filóloga e historiadora de la literatura catalana, a quien Rodoreda había manifestado el gran valor en que tenía La sinrazón (1960, Comba 2015), novela total de la autora vallisoletana.
«Mi admiración por usted —escribe Rodoreda a Chacel— empezó con su libro de relatos. Este decir lo indecible, este ahondar en la vida más secreta, estos mundos de misterio y de gran poesía que usted da no hay palabras para agradecerlos. Es usted extraordinaria», afirmaba la autora catalana en una muestra de aprecio literario que no era menor a la inversa. «Empezaré por decirle que el encanto que tiene para mí su libro es el de una cosa dificilísima —le había escrito Chacel a propósito de La plaza del Diamante—. Me sume en una especie de contemplación interrogante: ¿cómo se puede hacer una cosa tan sencilla? Claro que hay que añadir y tan perfecta, pero si no lo añado, de entrada, es porque a lo que no es así de perfecto yo no lo llamaría sencillo, sino simple o elemental o superficial o cualquier otro improperio. Digo una cosa tan sencilla porque se hace difícil ver en qué consiste su eficiencia poética, la fuerza de su veracidad.»
En esos años ambas habían vuelto de sus respectivos exilios, brasileño el de Chacel, suizo el de Rodoreda —previo paso por Francia—, años en los que ya habían escrito la parte más destacada de su obra; sobre todo la autora catalana, que habría de fallecer en 1983 y para quien el exilio, dijo, tomó pasados los años «calidad de espectáculo; pero si alguna vez me lo recuerdan lo veo como una gran lección de vida». Esas palabras se podrían aplicar a las dos autoras, en la medida en que supieron nutrirse del exilio, por doloroso que fuere, y convertirlo en literatura sin necesidad de llevarlo al primer plano narrativo. Su densidad, lirismo y complejidad formal —Chacel—, cuando no fantástica —Rodoreda—, lo atestiguan de primera mano, aun en los casos en que puedan darse alusiones más directas a las penurias y el extravío en que el exilio las sumió. «Lo sustancial de la propia historia rezuma siempre en el buen escritor», sostiene Chacel en La confesión (1971, Comba 2021).
En La sinrazón, la autora vallisoletana saca partido de su experiencia directa en Brasil, trazando una serie de alegorías —sentimentales, laborales, psicológicas— fáciles de reconocer en su propia biografía pero que ella vuelca en otros personajes para que tomen un vuelo mayor. En su variedad de registros y extensa narración vemos lo que, en la primera carta a Rodoreda, describe como la imposibilidad de escribir «más que largamente, interminablemente cuando quiero decir algo ‘de verdad’». Esta característica chaceliana se aprecia en toda su obra, aunque llama la atención de forma especial en la correspondencia: el tiempo y la dedicación que le presta, su entrega. Le habla a Rodoreda de la que mantuvo con la joven Ana María Moix —hoy reunida en De mar a mar (1998, Comba 2015)— gracias a la intercepción de Pere Gimferrer. Lo curioso es que en su recuerdo Gimferrer trató de disuadir a Moix, cuando, según cuenta ésta en sus cartas, fue él quien la animó a hacerlo. Claro que no sabemos lo que pudo decirle Gimferrer en las suyas, no públicas. «Yo la contesté a vuelta de correo [a Moix] y le rogué que me pusiera en comunicación con Gimferrer. Y así fue: me escribieron, les escribí durante años. Tengo cajas de cartas suyas.»
Rodoreda le responde que en esos años Gimferrer está terminando la traducción al español de Mirall trencat, que publicaría Seix Barral como Espejo roto, pero «es poeta, vive de cara a la eternidad, traduce mi libro como si ejecutara un trabajo de orfebrería y pierde el sentido del tiempo». Que se va, dice también la autora catalana; y así es, el tiempo se va y el modo en que lidiamos con él y nos hacemos a sus leyes determina, ya no sólo la capacidad de éxito o no de una obra, sino su naturaleza. «Tengo que vencer épocas de grandes perezas en las cuales lo que me atrae es ‘mirar’ —reconoce respecto a su trabajo—. Pero de pronto, en pleno estado vegetativo, me da un arranque de responsabilidad; entonces me encierro y me siento delante de la máquina, llena de entusiasmo, como si se acabara el mundo […] hasta que un buen día lo dejo todo porque pienso que nada de lo que escribo vale la pena… ¡Y a mirar!» Esta manera de escribir, como arrebatada, coincide con lo que la crítica llamó la «imperiosidad» de su escritura, «surgida a sacudidas, balbuciente, tierna y cruel de manera alterna, obsesivamente atenta a los detalles y convulsionada por unos fogonazos de lucidez desesperada» (Àlex Susanna, Revista Turia nº87).
En Chacel se impone en cambio una lentitud que, como bien aprecia Rodoreda, transforma en una sugerente mezcla de misterio y poesía. Se lo contaba a Ana María Moix en su primera carta: «Son muchas las novelas que tengo proyectadas, pero el tiempo vuela y voy a paso de tortuga.» Dos tiempos distintos, los de Chacel y Rodoreda, que sin embargo tienen muchos puntos de encuentro, y por eso hay que celebrar este contacto y mutuo aprecio. No sólo los tiempos personales las distanciaron, sino también los avatares bélicos del medio siglo pasado y la mala costumbre española de separar sus distintas literaturas, alejando entre sí a quienes forman parte de una tradición común. Tanto la autora catalana como la vallisoletana manejaban muy bien la ocultación en la narrativa, una ocultación que empezaba por sí mismas y seguía en los elementos clave del relato, en pos del matiz —Rodoreda— y de lo indecible —Chacel—; así como de un misterio que, en cierto modo, vinieron a resolver también en esas pocas cartas.