Las preguntas adecuadas

Las preguntas adecuadas

Por Juan Bautista Durán

Suben las temperaturas y seguimos sin noticias de la Inteligencia Artificial al respecto. Cabría esperar de su parte una idea de cómo atajar el problema, una idea que no pase por poner más aparatos de aire acondicionado, esto es obvio, lo que a la larga podría suponer medio grado o uno más en el ambiente. Claro que lo del calor también va por barrios, es decir gustos, y siempre habrá quien diga que en verdad es psicológico; que está en nuestra mente —nuestra inteligencia—, esto es, más que en la piel o la sangre. Este tema conviene medirlo con la frialdad de la Inteligencia Artificial y su representante más conspicuo, el Chat GPT.

En un artículo del profesor en Oxford de filosofía y ética de la información, Luciano Floridi, publicado en julio por Letras Libres, mostraba éste la pulcritud del Chat GPT a la hora de gestionar su propia ignorancia, es decir, su incapacidad de razonar. A la pregunta de Floridi, en inglés, de cómo se llama la única hija de la madre de Laura, el Chat GPT respondió primero que lo sentía, «pero no me ha dado suficiente información para responder a esta pregunta. ¿Puede darme más detalles o el contexto acerca de quiénes son Laura y su madre?» Uno se siente estúpidamente inteligente al ver fallar semejante máquina de forma tan clamorosa, y es absurdo, no sirve de nada, porque pronto va a saber de nuestro parentesco —el de todos—, y de esta artificialidad que hoy abrazamos saldrá la naturalidad futura. Tiempo al tiempo.

Hace un siglo escribía Antonio Machado acerca del cine y la «gran ñoñez estética» que representaba. «El niño sueña con las figuras de un cuento de hadas a condición de que sea él quien las imagine, que tenga al menos algo que imaginar en ellas. Y el hombre, también», decía. «En general, la cinematografía orientada hacia la novela, el cuento o el teatro es profundamente antipedagógica. Contribuirá a entontecer el mundo, preparando nuevas generaciones que no sepan ver ni soñar.» Esto sentenciaba Machado, palabras que hoy no pueden sino causarnos una mezcla de risa y perplejidad, con todo lo que fue el cine, lo que ha representado en la sociedad y lo que a pesar de los avances sigue siendo. Nos queda la imagen, una educación de la mirada que pasa igual por la fotografía y ha dejado su huella en todo arte narrativo.

En 1960 Michelangelo Antonioni recibía en Cannes el Premio Especial del Jurado por La aventura, película interpretada por Monica Vitti —cómo no—, a quien acompañan Gabrielle Ferzetti y Léa Massari, entre otros. En ella, una joven de clase alta parte con su novio y otras amistades en una excursión de varios días con un barco de recreo. Anclan frente a un islote; desembarcan, lo recorren, descansan. En el momento de irse, aquélla no está, ha desaparecido, y por más que busquen y rastreen, con la participación incluida de la policía, no hay forma de dar con ella. Tampoco con su cadáver. Poco a poco, sin que el término acuda como tal en boca de los presentes, van dándola por muerta. O mejor dicho: asumen su desaparición como algo definitivo. La chica era algo especial, estaba pasando por momentos confusos. El novio se hace cargo de ello, y también su mejor amiga, interpretada por la Vitti, quienes en su búsqueda por el islote y ya de vuelta habrán de iniciar una andadura llena de claroscuros, como si el trágico suceso fuese nada más que un punto en la historia conjunta o, para ser más precisos, como si fuera un elemento necesario para seguir adelante.

Los problemas de la comunicación humana, o de su incomunicación, más bien, laten en esta película con una fuerza sísmica. Los silencios se nos comen, lo que no conseguimos expresar a las claras. ¿Por qué todo tiene que ser tan difícil?, se pregunta el personaje interpretado por la Vitti. La sombra de la joven desaparecida les acompaña en cada paso que dan, mal que lo ignoren, que quieran actuar como quien hace un borrón y cuenta nueva.

Antonioni muestra la incomunicación a través del sentimiento de los personajes, de sus gestos y sus palabras, aunque no en menor medida a través de las imágenes. Es un elemento clave en toda su filmografía. Los planos muestran unas veces la desolación del paisaje vacío, las figuras humanas perdidas en su inmensidad, presas de la propia belleza del marco, mientras que en otros es el abarrotamiento, el exceso, la causa de esa incomunicación. Y con ella nos hace imaginar, incluso volar, dijera Machado lo que dijera; nos transporta a un tiempo que para bien y para mal ya no es el nuestro pero que comparte sus excesos. Machado, con sus palabras, trasladaba a sus coetáneos el rechazo a la novedad, a aquello —el cine— que ponía en tela de juicio su medio habitual de expresión y por tanto amenazaba su posición social y profesional. Son muchos los que hoy se han expresado de forma similar ante el advenimiento de la Inteligencia Artificial, profesionales de rango muy diverso que, no sin razón, sienten una amenaza ante la aplicación de esta nueva tecnología.         

Luciano Floridi, al respecto, habla en su artículo de «nuestra singularidad y originalidad como productores de significado y sentido». Quiere decir con esto que es el ser humano quien va a alimentar la Inteligencia Artificial, no a la inversa, y que por tanto, en alusión a la novela de George Orwell, 1984, «quien controla las preguntas controla las respuestas, y quien controla las respuestas controla la realidad». Esto es así haya o no máquinas por medio, y esto es asimismo un elemento en liza en la realidad descrita por Antonioni. ¿Equivocan los personajes sus preguntas en la búsqueda de la chica desaparecida, en la propia búsqueda de sí mismos tras el suceso? Y nosotros… ¿nos equivocamos al preguntar por el aumento de la temperatura ambiente?