Las patrias de Bolaño
“Hay exilios que duran toda una vida y otros que duran un fin de semana.”
“Era un gran escritor. Un gran hombre. Así hay que empezar, según un socorrista de la Cruz Roja”.
Roberto Bolaño
A Bolaño siempre le interesó, si es que no le obsesionó, la figura del guerrero. ¿Qué guerrero? El guerrero de la Grecia antigua, o el guerrero de una Roma donde los códigos del honor y la gloria literaria compartían rango de importancia con la guerra. A Bolaño le interesaban, en realidad, todo tipo de guerreros. Le interesaban los guerreros de la literatura, probablemente más que los de la Historia. Le interesaba más un guerrero como Erdosain que uno como Lavalle, prefería a Huckleberry Finn antes que a Patton. En realidad, los guerreros de Bolaño no pertenecían a la galería de los héroes militares. Bolaño habla de Arquíloco, poeta y mercenario griego del siglo vii a.c., pero este soldado le interesa no por sus hazañas bélicas sino porque, en un momento de la contienda, arroja lanza y escudo y huye de la batalla, un gesto heroico, hay que reconocerlo, en un mundo donde los cobardes eran ejecutados sin contemplaciones. Para Bolaño, el escritor era guerrero cuando arriesgaba, cuando daba todo lo que tenía, cuando arrojaba la lanza y el escudo del escritor-mercenario “moderno” y partía solo al encuentro de lo que la vida le depara.
Las páginas recopiladas en Entre paréntesis (Anagrama, 2004) por Ignacio Echeverría (el Iñaki Echevarne de Los detectives salvajes), uno de sus grandes amigos, corresponden a una cara del universo de Bolaño, o a una cara del escritor y su quehacer que aún quedaba por descubrir. Son páginas donde Bolaño se desenvuelve con soltura y desparpajo, sobre todo; se mueve con asombrosa libertad en el mundo de la reflexión intelectual y de la crítica, hoy en día convertido en gueto, cuando no en execrable feudo de la corrección política. Bolaño no intenta ocultarse detrás de sus juicios y opiniones críticas sobre escritores del pasado y del presente, de aquí y de allá, sin esconder la mano después de tirar la piedra, una piedra que ha dejado cristales rotos a ambos lados del Atlántico.
A través de estos discursos (insufribles, dice él) de los artículos periodísticos y las crónicas de este volumen, se reformula una pregunta ya antigua pero sin cuya actualización la literatura no podría seguir viva: ¿Qué es un escritor? ¿De qué materia(l) está hecho? ¿De qué materia(l) están hechos sus devaneos? ¿A qué impulsos responde su necesidad de internarse por caminos desconocidos, como si el escritor perteneciera a la estirpe de los últimos aventureros? En realidad, en un mundo explorado y vuelto a explorar hasta convertir la aventura de antaño en un safari de vacaciones de verano con Coca-Cola, no es una idea descabellada. Las palabras tienen esa naturaleza casi vegetal, gracias a la cual germinan continuamente nuevas e impenetrables espesuras, que corresponden a otros tantos universos posibles.
El machete con que el escritor se abre camino en esa espesura es el estilo, el estilo como «hilo único y solitario del pensamiento», como decía Barthes. No es de extrañar que todo lo demás quede atrás y pierda relieve y relevancia, la patria y el inventario de sus valores, que quede atrás ese «sello común de la chilenidad, es decir, el sello común de una infancia sumida en la niebla», ni es de extrañar que pierda relieve la idea de que el escritor —el hombre— ha de someterse al concepto de patria, puesto que la llamada patria, además de ser un dato puramente casual, no es más que un territorio y una lengua, la de los padres. Lo que pervive es la lengua, porque es ella la que nos permite asomarnos al mundo, y ya en esa primera mirada darnos cuenta de que el mundo es ancho y ajeno, y que se puede recorrer, habitar, que las fronteras se pueden y se deben franquear.
El escritor trabaja «esté donde esté», y por eso no tiene patria. «La literatura, al contrario que la muerte, vive en la intemperie, en la desprotección, lejos de los gobiernos y las leyes, salvo la ley de la literatura, que sólo los mejores son capaces de romper. Y entonces ya no existe la literatura, sino el ejemplo.»
De alguna manera, la suerte de Roberto Bolaño viene a encarnar la realización de lo que se perfila como uno de los derechos humanos más elementales e irrenunciables de los tiempos modernos: el derecho de poder escoger el lugar donde se ha de morir, ya que no se puede escoger el lugar donde se nace. En muchas ocasiones, Bolaño aludió a la patria. «Mi patria es mi infancia»…«Mi patria son mis hijos»…«Mi patria son mis libros», esto decía. Cuando aludía a su nacionalidad, decía ser chileno, pero «lo mismo me da que digan que soy chileno (…) o que digan que soy mexicano (…) e incluso lo mismo me da que me consideren español». El discurso pronunciado con ocasión de la entrega del premio Rómulo Gallegos es una entrañable —tan entrañable como laberíntica— declaración de principios sobre su adhesión al ideal bolivariano, no sólo en un plano literario, sino también como metadiscurso político sobre el pasado y el futuro común de los pueblos americanos.
Tras el estallido de la barbarie que marcó a su generación, la generación que en 1973 tenía veinte años, la aventura chilena de Bolaño acabó en el exilio, ese exilio en que Bolaño no cree, porque el exilio, dice, es casi una condición del escritor por defecto, porque «todos los escritores son exiliados por el solo hecho de asomarse a la literatura». Con el tiempo y los años, su singladura lo llevó a tierras españolas, donde siempre se sintió a sus anchas, virtud no desdeñable, porque a menudo los chilenos se parecen a ese compatriota arquetípico que Bolaño recuerda y que soñaba con volver a Chile a «besar suelo chileno».
El oficio de escritor, en efecto, no se parece a ningún otro. Ni al de policía, ni al de banquero ni al de deportista. Bolaño no tiene una patria, tiene múltiples patrias, casi tantas como libros ha leído. Tiene una patria en Conrad, y tiene una patria en Kafka, en Mark Twain y en Stendhal… A diferencia del banquero, que sólo es banquero durante el horario de trabajo, el escritor es y trabaja, siempre y en todo lugar. El escritor sabe que la literatura es un oficio peligroso que lo ha alejado para siempre jamás de la patria del común de los mortales, cuyo suelo nunca llegará a besar. Quizá por eso, como broche final de una reflexión sobre la identidad del escritor, dice: «Las putas, tal vez, sean las que más se acercan al oficio de la literatura.»
Escrito por Alberto Magnet Ferrero, escritor y traductor chileno radicado en Barcelona
Este artículo se publicó en El Mostrador