La refriega del jabalí

La refriega del jabalí

Por Juan Bautista Durán

A la verdad de un texto se accede poco a poco, como al fondo último de aquella zona boscosa y enmarañada de cuyo centro manaba un sigiloso reguero de agua. A ese punto vamos, aunque de más está decir que a tientas. También en este artículo. Son varias las notas que tomé al respecto, interesantes e insuficientes a la vez. Ninguna de ellas aporta demasiada luz a la cuestión. Es como si hubiera tratado de acceder a la zona boscosa por distintos puntos, sin éxito significativo en ninguno de ellos. De ahí la vaguedad del título, un mero hurgar en el hecho mismo de la escritura, tal como hacen los jabalís en las zanjas del monte y los zarzales más espinosos. Tienen la piel dura ellos, pueden meterse ahí sin demasiado problema. E incluso se conoce que les da cierto placer, no menos que al escritor cuando consigue afilar las palabras y hacer que entren en liza con otras que habrán de ampliar su significado y su recorrido. Pero, claro, pueden pasar horas antes de dar con ese filón…

«La convocatoria de la palabra es el desafío permanente del escritor, lograr que ésta acuda puntual a su objetivo —escribe Miguel Delibes—. Unas veces consigue lo que pretende y en otras no, se queda seco y ha de abandonar sus literaturas por un tiempo.» Hasta el día siguiente, diría yo, no más. No conviene dejar demasiado tiempo entre uno y otro acercamiento al tema, justo lo que aquí me está pasando, que hay una dilación demasiado grande, ya casi cerrada la apertura inicial (ay… esos autores que dejan sus novelas a medias, con la esperanza de retomarla al año o una vez haya pasado el diluvio, qué mérito el suyo). Aún se escucha el reguero, de todos modos, si uno pone atención se escucha al fondo el leve brotar del agua. Y esto hay que valorarlo. Otro día no se escuchará, otro día no habrá artículo. Leamos pues ese sonido y, ya que nosotros no podemos tirar de él —yo no puedo, al menos—, habrá que dejar que tire él de nosotros, en una clara alegoría a lo que poetas más lúcidos volvieron religión. También ellos tuvieron días malos, por cierto, se les quedó la palabra atravesada igual en el gaznate y al fin acudieron a la inversión de los sentidos como solución última. Y para muestra, un botón.

Nadie es sordo al cien por cien, ni siquiera nosotros, los humanos, cuando nos resistimos a darle a ese reguero la importancia que tiene y con ello nos ponemos de espaldas a la naturaleza. Conviene acercarse una vez más a los flancos espinosos que la rodean, y hacerlo con ánimo, las ideas claras y el sentimiento despejado, que yo no soy capaz de escribir sin cierta dosis de vitalidad y me fastidia malgastar esfuerzos en accesos inútiles. Necesito el contacto con la gente —mi gente, dicen los más gregarios—, por mucho que abunde en mi isla particular y no esté mal en ella. Vuelvo una y otra vez, aun en los días de luz mortecina, lluvia mediante, con la esperanza de apreciar el momento en que me encuentre en plenitud de facultades, centrados todos los sentidos en un único tema y motivo. Luego ya vendrá la sequía, el silencio entre los matorrales, tan difícil de acceder a ese punto donde todavía rezuma cierta humedad como de acertar el número ganador en la lotería.

Si escribo, estoy bien. Y sé que fuera me espera alguien querido, alguien con quien compartir esa refriega del jabalí, que «una espina es una espina es una espina/ y dura mucho más que la rosa precaria» (Ida Vitale). Entonces no tengo excusa para cerrar la libreta y dejar el lápiz a un lado, posponiendo para el día siguiente lo que podría escribir hoy. La inspiración es un esfuerzo también. La imagen que mejor ilustra la rutina necesaria en la creación es esta cita de Pablo Picasso, por paradójico que resulte acudir en este caso a un pintor: «que la inspiración me coja trabajando».

Hay que aceptar la convencionalidad de buena parte de lo que escribimos, palabras que rara vez alcanzan un significado mayor que el suyo propio, palabras que no son cristales sino en muy contadas ocasiones, cuando les damos la pátina prodigiosa que hay en nosotros pero sólo se deja ver en determinadas circunstancias. La conjunción de los elementos tiene que ser ahí clave, fruto de una constancia en el trabajo que se vuelca en el estilo. «Lo que se escribe fácil se lee difícil», decía el erudito, sentencia no muy alejada de la que profesaban los maestros de escritura: «Tú copia bien y no mires a quién.» No confundamos esto con la idea de plagio, cuidado, centrado más bien en la forma y estructura de los textos, en la manera en que uno va a exponer las ideas o los pasajes narrados. No es lo mismo dar la vuelta al matorral siguiendo el sonido del reguero que acceder desde donde se intuye que habrá de caer el agua en días de tormenta.

Yo trataría de hacerlo por donde vayan los jabalís. Pero yo no soy yo, sino el intento de contar lo que todavía desconozco, de entender el rodeo que aquí estoy dando y para el que me sirvo de un estilo, una forma, que bebe de muchas fuentes y por fortuna ya apenas se distinguen en mí. En el estilo depositamos las lagunas del pensamiento, a él nos acogemos cuando las ideas no fluyen pero sabemos que al fondo rezuma algo de humedad y que, si lo hacemos bien, si lo trabajamos, esta humedad puede volverse reguero y al fin emoción.

© de la imagen: Catherine Ingleby