
La importancia de la literatura
Por Juan Bautista Durán
El próximo 23 de abril Álvaro Pombo (Santander, 1939) va a recibir el Premio Cervantes, un merecido reconocimiento que celebramos cuantos conocemos su obra y que ojalá sirva para que llegue a quienes aún no han tenido ocasión de acercarse a ella. En Comba recibimos la noticia con gran entusiasmo, casi como si fuera un autor de nuestro catálogo, tras un año duro en el que por momentos el peso de los libros parecía a punto de doblar la columna que sostiene este entramado de palabras.
Cuesta sobrellevar estos tiempos en que el valor de las obras literarias está sujeto a su exposición en las redes sociales y a la cantidad de fotos que reciben, cuando los libros, si acaso son fotogénicos, lo son en la medida en que prefiguran inteligencia y conocimiento; es decir, no lo son por aquello que vemos, sino por cuanto entrañan. Y que la suerte de un título dependa de la pericia de quien lo fotografía, graba o saca a pasear, habla mal, muy mal, de esta época en que la falta de lectores se compensa con costosos másteres de escritura creativa. Es fácil entonces que algunos vean en el libro un objeto sagrado, de culto, que en unos casos genera distancia y en otros una ambición protagónica, de estampar el nombre propio en las cubiertas, cuando la literatura debe incumbir por igual al lector y al escritor.
Un libro no se hace tan sólo al ser escrito, sino también al ser leído, un hecho que por paradójico que parezca no es sino la esencia del lenguaje: emisor y receptor. ¿Qué tal si fomentáramos másteres de lectura creativa? Pombo es un autor que logra acortar la distancia entre ambas figuras, y esto es, en parte, gracias a que dicta sus narraciones. Es un hecho muy llamativo y característico de su obra, hecho en el que incidí en la semblanza que escribí sobre él en 2013 para El Diario Montañés. «Se nota en el trato personal lo mismo que en la literatura —decía—. Una vez le pregunté si también leía en alto, lo que evidentemente no es así, puesto que no le daría la garganta para tanta perorata. Me respondió con una risotada estruendosa y sincera, propia de un hombre elocuente como él, escritor en todas las acepciones de la palabra: poeta, filósofo y narrador.
»Pombo dicta sus historias por una cuestión de comodidad personal, para no perder comba, se diría, en el proceso que va de la idea al papel. Su estilo es muy característico, claramente oral, y merece la admiración de los lectores y de quienes escribimos, no sólo por los resultados que consigue, sino por la fuerza mental que el dictado requiere. Antaño se conocía el caso de Eugenio D’Ors, quien también dictaba, salvo que D’Ors dictaba ensayos y sus famosas glosas, no historias, con sus personajes, sus emociones y sus circunstancias. Por eso Álvaro Pombo es un narrador en toda regla, al que el largo recorrido de la novela, por su estilo, le viene como anillo al dedo. Desmonta a los personajes como en una mesa de operaciones; los pone del derecho y del revés, los prueba en tal o cual situación, siempre con nervio, a fin de analizar sus respectivas personalidades.
»Se cumplen ahora treinta años de la publicación de El héroe de las mansardas de Mansard, gran evocación de la infancia, de los años posteriores a la Guerra Civil y de un mundo señorial que conoce de primera mano. Con esta novela puso la base de un universo donde los niños buscan su lugar entre señoras que toman el té de las cinco. Ni tía Eugenia ni Kús-Kús, ni posteriormente el Ceporro y el Chino, protagonistas de Aparición del eterno femenino contada por S. M. el Rey, pasan sin más ni más por la mente del lector. Tampoco pasan desapercibidos los protagonistas de Contra natura o El cielo raso, dos de sus títulos más significativos en cuanto al tratamiento de la homosexualidad contemporánea, donde la frescura inocente de Kús-Kús y compañía se torna en una madurez perspicaz y necesitada de afecto. Pombo explora cuantas inquietudes siente en sí mismo y en quienes le rodean a través de sus personajes, a quienes da un nombre y un entorno para que ejerzan de punta de lanza.
»No menos importantes, por cierto, son los títulos que da a los libros, o a las narraciones breves, con casos tan sonados e irónicos como Avatar con peripecia de la reaparecida pitillera de Su Alteza Imperial la Archiduquesa Olga Alejandrovna. De sus novelas habría que destacar en este sentido Telepena de Celia Cecilia Villalobo o El metro de platino iridiado, además de otros títulos ya mencionados. En ellos se encuentran a un tiempo su vis poética y la filosófica, tan presentes en toda su obra.»
Más de una década después de esta semblanza y ya metido el autor cántabro en los ochenta y tantos, sorprende que no haya cejado en su impulso narrativo ni cedido tampoco a la tentación de obras fáciles o meros refritos. Desde entonces ha publicado un ensayo, un libro de cuentos y ocho novelas, lo que se dice pronto, entre las cuales hay un título notable como Santander, 1936. Solía poner el ejemplo de Miguel Delibes y su gran novela El hereje, que el autor vallisoletano dio a la imprenta con casi ochenta años, para demostrar que la edad y sus achaques no deben ser un impedimento para este oficio suyo de contar historias. «Como dice el refrán, el que hace un cesto, hace ciento, y esto es lo mismo. Lo que me alegra es la conciencia de que puedo escribir. Si me faltara esta rutina, me sentiría perdido», aseguraba en una entrevista que le hice en 2015 para Revista Quimera.
Me recibió ese día con un gorrito azul en la cabeza que por lo visto sigue usando —si no es el mismo, es uno muy parecido—, reflejo de su raíz cántabra, de su ventana al norte, al mar, un gorrito que dudo mucho que vaya a ponerse para la entrega del Cervantes. Lo que no va a faltar en cambio son su guasa y su clarividencia, su capacidad de jugar con el lenguaje para expresar en palabras lo que los demás apenas intuimos. «La literatura —me dijo al final de la entrevista—, en contraste con las infinitas ventajas que han traído las nuevas tecnologías, tiene hoy día una función muy importante, en la purificación del dialecto de la tribu.»
En la imagen: Álvaro Pombo visto por Sergio Enríquez-Nistal