La escritura y lo sombrío

La escritura y lo sombrío

 

Por Juan Bautista Durán

Ser escritor, henos ahí la gran cuestión. En una entrevista al diario El País, Daniel Mella aseguraba que es estar siempre pensando en un próximo libro, la insatisfacción perpetua. Su respuesta entra en el infinito catálogo de opiniones acerca del oficio, ninguna certera y todas, sin embargo, fieles retratos del autor que las pronuncia. La insatisfacción a la que Mella aludía es la que percibimos tanto en sus novelas como en los relatos que conforman Lava, publicado en 2013 después de trece años de silencio. Tenía diecinueve cuando se dio a conocer con Pogo (1997), novela breve en la que fijó su estilo en los excesos y la muerte, sobre todo eso, la cifra del horror que es la muerte, tema bastante extendido en las letras uruguayas. Horacio Quiroga quizá sea el autor más conocido en este aspecto, herederos todos de Maldoror y su ser más elevado, el decadentista Conde de Lautréamont. «La bondad no es más que una unión de sílabas sonoras», rezaba aquél. Pero en un continente tan colorido, dice irónico Mella, alguien tiene que ocuparse de lo sombrío.

En los años siguientes dio a la imprenta Derretimiento (1998) y Noviembre (2000), publicaciones casi consecutivas con las que trascendió las fronteras de su país y que abundan en la línea iniciada con Pogo, reunidas en Comba bajo el título Trilogía del dolor (2020). El silencio posterior cabe achacarlo a los efectos de tan temprano éxito, pero también, asegura, al infructuoso intento de escribir teatro. Su vuelta con Lava lo consagró como autor de culto en la gran tradición del Río de la Plata. «La prosa de Mella —destacaba Andrés Ricciardulli para El Observador—, por lo general estupenda, alcanza aquí las cotas más altas de excelencia.» Es capaz de describir el carácter de los personajes a través solamente de sus gestos, añade Ricciardulli, y puede establecer diálogos, interrumpirlos y volver luego a ellos con una soltura apabullante. Estas palabras sirven igual para su siguiente libro, El hermano mayor (2017), novela donde la muerte toma presencia en la realidad misma y eso le obliga, de algún modo, a replantear su poética.

La muerte del hermano alcanzado por un rayo —ahí está la novela— hace que tome distancia de la crudeza presente en los primeros libros para encontrarse con una fraternidad de la que, sin darse cuenta, brota el amor. «Lo que terminó de impulsar el libro fue descubrir que el amor lo permea todo», dice. Y entre este amor y aquellas grimas se encuentra Lava, primer libro de relatos en recibir el prestigioso Premio Bartolomé Hidalgo, edición de 2013. Mella explora con sutileza la fragilidad de las relaciones humanas, del amor al odio, a través de planteamientos a todas luces comunes: una pareja de vacaciones en el sur de Chile, las cuitas de la descendencia, el malvivir de un inmigrante hispanoamericano en Bruselas, los anhelos amorosos de un adolescente mormón, la extraña cercanía entre la genialidad y el fracaso. En palabras del crítico uruguayo Quintín, Lava «mantiene la potencia de los libros anteriores pero desde cierto aplomo, desde una serenidad nueva». Los vaivenes de cada personaje son los mismos que el lector reconocerá en sus semejantes salvo que con la indiscutible mirada de Mella, atento a las aristas del volcán que cada cual lleva dentro. «Era todo negro —escribe—, como si en algún momento miles de años atrás se hubiese desbordado por completo.» Ese volcán entra en erupción como una luz que tintinea, imagen permanente del dolor, de su cercanía y de la tensión que conlleva, hasta el momento en que —de pronto— la luz se apaga. Es la oscuridad al fin lo que denota la erupción, esa pregunta sin respuesta que el autor uruguayo vuelve reveladora.

Editorial Comba publicó en otoño de 2017 El hermano mayor, merecedora asimismo del Premio Bartolomé Hidalgo en la categoría de narrativa de ese mismo año, y en febrero de 2018 trae a las librerías españolas Lava. «Desde que a los tres o cuatro meses empezó a usar las manos —escribe—, Mariano se tapa la cara para dormir. Esté boca arriba o de costado, agarra las mantas y se las sube hasta la nariz para que lo duerma el calor de su aliento. Respira tan despacio que me tengo que inclinar sobre él y quedarme quieta para distinguir si el pecho le sube y le baja.» La perpetua insatisfacción que mueve la escritura de Mella no resta una pizca de brillo a su eficaz y elaborada prosa, casi redonda. Los hay que escriben para no tener que madrugar, otros que lo hacen a modo de exorcismo y quienes consideran la escritura un mero ejercicio de vanidad. En Mella se da una especie de desnudez vital, en cambio. «Reconocer en mí lo que está en vos —razona—: esto significa que somos seres universales, que podemos estar verdaderamente en contacto.»