La dimensión de la memoria
Juan Bautista Durán
A Víctor Silva lo conocí de casualidad, en dos momentos que si echo la vista atrás parecen muy seguidos. El primero, cuando su obra apareció en el escaparate de un atelier de arquitectura situado a dos portales del despacho de Comba; el segundo, un mediodía que subía por la calle Enrique Granados y me topé con una periodista cultural que acababa de entrevistar a un señor de porte firme, él mismo, junto a la puerta de la Galería Víctor Saavedra. De eso hará poco más de medio año. En seguida entendí que Silva, el artista, y Saavedra, el galerista, eran la misma persona, lo que por otra parte no significaba haber descubierto gran cosa.
En los pequeños cuadros expuestos en el atelier se adivinaba al fondo, aunque no tan lejano, el perfil andino de su Chile natal, en un trazo figurativo con viveza de colores próximo a la infancia. La casa, el jardín, un campo de amapolas y en medio una figura amarilla, prefiguración del cuadro dentro del cuadro, de lo que es la representación de lo pictórico dentro del arte, fin último de su propuesta.
En la galería pude confirmar que sus cuadros eran los mismos que había visto y que tanto me llamaron la atención. «Pero la obra no está acabada tal como la ves —me dijo—, pese al marco y a haber sido expuesta.» El siguiente paso tiene más que ver con la fotografía, a la manera de Roberto Michel, el traductor y fotógrafo franco–chileno que capta una extraña escena en el relato ‘Las babas del diablo’, de Julio Cortázar. El autor argentino se ocupa muy bien de mover la perspectiva del lector para ofrecerle distintos ángulos de un hecho que Michel no alcanza a entender sino al revelar y ampliar las fotos. Gracias a esa ampliación, como quien se asoma a un microscopio para ver en movimiento células que de otro modo ni percibimos, Michel logra explicarse el trasfondo de las personas retratadas en la foto, el porqué de su actitud.
Algo similar hace Silva: saca fotos de máxima calidad a los cuadros que luego serán ampliadas por diez o más respecto al tamaño del cuadro y expuestas al lado de éstos, cada imagen junto al cuadro que representa. ¿Dónde está el relieve, dónde la dimensión más viva? Uno se pregunta esto porque si el mundo en que vivimos, preferencias al margen, es cada vez más representativo, más mediado, ¿no será acaso más fiel a la realidad este paso último del artista? La imagen fotográfica pierde algo de la textura del cuadro a cambio de ganar en una profundidad acuosa muy propia de la memoria, que se nos escurre entre los dedos pero que en su vaivén nos seduce. No cabe duda de que la memoria es un elemento esencial para Silva, él, que lleva en torno a cuarenta años en Europa y halla en Chile el primer motivo de su obra. Consigue transmitir tanto la mirada de la infancia, gracias al uso del color y la sensibilidad que su trazo trasluce, como la esencia oscilante del recuerdo.
Fue Parménides de Elea el primero en destacar que la memoria no nos trae a la mente las vivencias en sí, sino su recuerdo a partir de la última vez que las recordamos. Poner esto de manifiesto es la gran conquista de Víctor Silva, dejando a un lado su evidente calidad pictórica y material. Es el concepto que al fin subyace, el salto de la inocencia ajardinada, tan física y táctil, al misterio representativo de la memoria.
En el prólogo al catálogo de la exposición, el poeta y ensayista Vicenç Altaió destaca la energía creativa que transmite la obra en su doble dimensión. «Vemos de lejos —escribe—, aunque estén delante, unas pinturas nuevas de siempre, coloreadas, minúsculas e hipersensibles, sugerentes, y muy bien pintadas, propias de alguien auténtico, escondido en sí mismo. Unas pinturas tan vibrantes como la música de la poesía.» La primera exposición pública de Víctor Silva data de 1974, en una trayectoria constante pero a la sombra del marchante, comisario y galerista Víctor Saavedra, nacido en Chile en 1953 e instalado desde hace veinticinco años en la calle Enrique Granados número 97. En ella ha expuesto a artistas de enorme prestigio y distintos intereses creativos, tales como Iury Rodekin, Pat Andrea, Philippe Weisbecker o Lisa Ponti, dando lugar a un espacio versátil y al margen de las modas, con la voluntad, asegura, de traer a la cotidianeidad el elemento mágico del arte.
Artículo publicado en el suplemento Cultura/s de La Vanguardia el 16/III/2019