La copla como medida retentiva

La copla como medida retentiva

Por Juan Bautista Durán

Presentamos la novela de Miguel Ángel González (Madrid, 1982) Un nublao de tiniebla y pedernal en la naciente y acogedora librería Crazy Mary, situada en la calle de Echegaray, detrás de la plaza madrileña de Santa Ana. Y como siempre queda algo que decir o que poner en orden, conviene dejarlo por escrito antes de que la turbiedad azarosa de los recuerdos emborrone el feliz encuentro.

Miguel Ángel tenía muy presente el punto azaroso de los recuerdos al escribir la novela, con la «teoría de la curva del olvido» (1885) del psicólogo alemán Herman Ebbinghaus en el punto de mira. La velocidad con la que olvidamos, aseguraba Ebbinghaus, depende de varios factores, siendo la carga emocional de cada recuerdo uno de los principales. Si almacenamos datos sin sentido, como una cadena aleatoria de sílabas, la información almacenada será eliminada por el cerebro en cuestión de días. En cambio, cuanto más intenso sea un recuerdo, mayor será la cantidad de tiempo que podamos retenerlo. Hay incluso una fórmula matemática para calcular la retentiva, una ecuación que queda para los más legos en la materia y que Miguel Ángel me mostró al hablarme por primera vez del libro, no sé si para prevenirme o para convencerme de su valía.

«A mí abuelo se le empezaron a caer los recuerdos sin previo aviso —me contó—. Perdía el conocimiento de repente. Se daba de bruces contra el suelo y, cuando le ayudábamos a levantarse, una pequeña parte de su pasado ya había desaparecido para siempre. Primero olvidó cosas pequeñas, como las tardes de domingo que dedicábamos a ver un programa en el que un mago manco encontraba los cuatro ases de una baraja utilizando tan sólo la mano izquierda, o como aquellas partidas de póquer que se alargaban durante horas en el taller de costura de mi abuela. Después fue olvidando todo lo demás. ¿Dónde van los recuerdos que se olvidan?, me preguntó cuando ya no era capaz de reconstruir su propia historia. Y la mejor forma que encontré de responder a su pregunta fue escribiendo esta novela.»

El mago manco era el argentino René Lavand (1928–2015), que aparece igual en la anterior novela de Miguel Ángel, Cariño (Alianza, 2018), y al que su abuelo tanto se parecía. Lo indica nada más empezar la narración, que su abuelo se parecía a aquél más de lo que cualquier otra persona pudiera parecérsele, al margen de las extremidades superiores. Su abuelo las conservaba íntegras. Se parecen también en el hecho de que ninguno de los dos figura en el glosario de personajes que precede la narración, una treintena de nombres que dan cuenta de la singularidad de la familia y del proyecto narrativo. «Es mi libro más especial —dijo en la presentación—. Los escritores estamos escribiendo siempre el mismo libro, dándole una u otra forma, y luego está ése en que uno se desnuda de veras y consigue expresar su parte más auténtica.» Esta revelación gustó mucho a los asistentes en la Crazy Mary, con caras de interés, miradas que de pronto incorporaban un cuerpo y acaso le exigían al autor que desnudase esa «parte auténtica». Pero no, señores, está en el libro.

¿Qué puede aportar un escritor al hablar de su obra, sobre todo si es de ficción? Claves de lectura, esto es, sin confundir no obstante la historia narrada con los elementos que la propiciaron, por más que en ocasiones su coincidencia sea evidente. Tío Sebastián, tío Camilo, Fausto —el no primo—, Margarita, la abuela o el propio abuelo son personajes espléndidos, de una enorme potencia novelesca y que con probabilidad tendrán su vis real; pero no conviene tirar líneas demasiado claras en este sentido porque están dotados de su correspondiente carga ficcional. Basta con prestar atención a las palabras del abuelo. Creedme. Y tío Sebastián, por su parte, con sus carencias y extravagancias, especie de «potro desbocao que no sabe dónde va», es el que da pie para que ese otro verso de la copla Ay pena, penita, pena dé título a la novela, tan sugerente como acertada decisión.

No es sino una copla en prosa lo que Miguel Ángel propone al lector, una copla de lectura fluida, dividida en breves fragmentos para que se pueda entrar en ella desde cualquier punto. Para segundas lecturas es muy gratificante esto, con el apoyo añadido del glosario de personajes.

Comparten todos una misma característica: su estrecha relación con la suerte, una dependencia que en cierta medida se asocia también con el quehacer de los magos y determina su propio vaivén vital. «La suerte siempre se termina», leemos en la página 28. Y añade el autor: «Si analizamos la vida de una persona cualquiera veremos cómo la suerte es cíclica, con buenas y malas rachas.» Esto queda reflejado aquí mediante el tremendismo de la copla, composición de fondo más bien trágico que sin embargo es habitual en todo tipo de fiestas populares. O al menos lo era. Puede que ahora la copla sienta cernirse sobre sí «esta noche negra/ lo mismo que un pozo» y que «con un cuchillo/ de luna lunera» deba cortar «los hierros/ de su calabozo». El suyo propio, no el del amado al que se refiere la letra de Ay pena, penita, pena y que los personajes de este nublao tratan de romper igual cuando la fortuna les da la espalda. Lo hacen de la manera más variopinta, tirándose incluso por la ventana, sorprendente y efectivo remedio en ese caso que desata la risa del lector y abraza la dualidad de la copla: cierta alegría desde un fondo trágico.

Otra de las virtudes de esta novela es su anclaje temporal, con una voz narrativa muy lograda en la que es fácil reconocer la juventud del narrador. Pese a tener un pie en el presente, los hechos narrados transcurren en mayor medida en los años ochenta y noventa, época que se percibe a la perfección gracias a las referencias culturales empleadas, evitando caer en citas eruditas. Las fijaciones del narrador son Rocky Balboa, el conocido videojuego Street Fighter II, los jamaicanos que participaron en unos Juegos Olímpicos de Invierno…, mientras que sus familiares usan coches de esos años. También los magos son los de entonces, por cierto. Y encontrará el lector la aparición de uno que a posteriori será mundialmente famoso.

«En mi familia —leemos en la página 45— siempre parece que vayamos a morirnos en un determinado momento, pero al final no lo hacemos y luego nos morimos cuando nadie lo espera.» Este tono, entre tierno y sentencioso, de escritura limpia, nos trae de vuelta asimismo a los noventa, a la literatura que practicaban autores como Ray Loriga y que tan buenas sensaciones causaron. ¿Eran conscientes ellos de andar tan cerca de la copla? «Manu tenía un hermano que no era muy listo y se pasaba el día protegiéndolo porque, aunque era grande y fuerte como un rinoceronte, sabía que ser grande y fuerte como un rinoceronte no puede evitar que te hagan daño cuando no eres muy listo», leemos más adelante.

La forma circular de la novela, tanto en su totalidad como en la manera de avanzar, es también una característica muy notable que pone de relieve no sólo su cercanía con la copla, una vez más, sino la naturaleza de cuentista del autor. Así se define a sí mismo, pese a haber escrito obras de teatro, poemarios y otras novelas, con premios tan destacados como el Max Aub de teatro o el Café Gijón de novela. Claro que son muchos los premios que han obtenido sus cuentos, y muchos más, por tanto, los que habrá escrito. No estará de más traer aquí estas palabras de Luis Landero: «La literatura de Miguel Ángel González tiene la intensidad del cuento y la complejidad de la novela.»

En la Crazy Mary estuvo arropado por numerosos lectores, puntuales todos porque la crisis del coronavirus obliga a tomar precauciones y no reunir a demasiada gente en un mismo espacio, de modo que hubo que organizar dos pases: uno a las 19:00 y otro a las 19:45h. Los muebles y cuadros que decoran la librería debieron de asistir extrañados a las mismas palabras y elogios dedicados al nublao y a su autor, no así los lectores, contentos de estar celebrando de nuevo la literatura de forma presencial. Miguel Ángel leyó en alto las páginas que dan inicio a la novela y en su voz, su entonación y pausa, quedó patente que nadie lee mejor una obra que su propio autor. «Mi abuelo se parecía a René Lavand»… ¿Siguen ustedes?

© de la imagen: Librería Crazy Mary