Humo antes de las llamas

Humo antes de las llamas

Por Ernesto Escobar Ulloa

* * *

La empleada de la farmacia sale corriendo detrás de él.

—Señor, señor —dice.

Pero no es hasta que Santos cruza la esquina que un presentimiento lo pone en alerta. No son los gritos a sus espaldas, puesto que, por muy alto que aquélla grite, el ruido de la calle atenúa cualquier voz. Hasta la más potente. Es extraño verla fuera de la farmacia con ese uniforme y sin mascarilla. Parece otra persona. Es atractiva, incluso, ni rastro de la feúcha esquiva que imaginaba detrás del mostrador. Su cabello azabache es la única cosa limpia, sedosa y delicada en medio de todo ese despelote de grisura y huachafería.

—Señor, señor, disculpe, se ha llevado el producto.

—Te dije que ahorita regresaba, voy acá al cajero nomás.

—Señor, cuando lo pague se lo lleva, así me dice el administrador…

—¿Y tú haces lo que te dicen…? —le sonríe, tras uno de esos prontos que a veces le gustaría reprimir.

—¿Cómo dice, señor?

* * *

Por un momento se le ocurre pedirle disculpas, que deje de llamarlo señor, que deje de tratarlo de usted, que lo tutee, pero no sabe por dónde empezar. A la indiada cabezota de este país hay ciertas cosas que jamás le entrarán en la cabeza.

De pronto se le ocurre invitarle una Inca Kola, un café, un chifa.

—¿A qué hora sales? —le pregunta, cogiéndola del antebrazo y poniéndole las pastillas en la palma de la mano.

—¿Perdón, señor? —pregunta ella.

—¿Hasta qué hora es tu turno?

—Hasta las ocho, señor. ¿Por?

—Yo paso a esa hora…

—Ah, ya, muy bien, señor, hasta lueguito entonces —dice ella; mira a su derecha y, como no viene ninguna mototaxi ni carretilla, pues los carros hace mucho que dejaron de internarse en estas calles, cruza a la volada.

Santos se da cuenta de que ha habido un malentendido; seguramente la chola pensó que regresaría a las ocho a pagar las pastillas, pero él se refería a salir a algún sitio juntos. Otra vez creyó haber dicho lo que flotaba en su mente.

* * *

En vez de dirigirse al cajero a sacar plata, se da media vuelta y cambia de dirección. Opta por la fuga interior, por el vacío, que tanto contrasta con la algarabía de la Navidad. Aquél es un espacio hueco, cuyas leyes es mejor seguir ignorando, mientras el otro es como una enorme piñata que no para de llenarse. Si el banco le ha cancelado la tarjeta, es preferible seguir ignorándolo, al menos hasta que sea absolutamente necesario.

Lo asalta el vozarrón de un joven que atrae clientes a su puesto de relojes. A los que se acercan los enreda con una pormenorizada comparación de sus modelos con los originales, que muestra en fotos desde la pantalla de su celular. Los reta a que traigan un experto. Repite machaconamente que sería incapaz de notar la diferencia. Obséquiele a su novio, señorita, tremendo detallazo; regálele a su señora esposa, caballero, en estas fiestas contenta la va a poner.

En un zaguán se ladran rabiosamente dos perros chuscos.

De un cable que roba luz cuelgan dos zapatillas de niño.

En el próximo semáforo se anuncia el fin del mundo: «¿Estás preparado? Salva tu alma de los pecados que la afligen. No esperes al último momento.»

Al aproximarse a la esquina donde debe doblar rumbo a su oficina, se topa con una intervención policial en las galerías Celeste. Distingue a Rojas, el oficial al que de vez en cuando invita a una cerveza, ocupado en el decomiso de material.

Rojas lleva días advirtiéndole que se mande mudar. Por estas fechas todos quieren sacar su aguinaldo, la cosa se está calentando:

—Ese local donde estás huele a quemado, hermano —le dijo. Rojas habla así, enrevesado. Santos juega a imaginárselo sin uniforme, ofreciendo una ceremonia chamánica—. Yo que tú me hago humo, hermano, antes de que te agarren las llamas.

Piensa: me está diciendo que me van a caer. Se está preparando un operativo por alguna razón. El propietario del edificio es en verdad un invasor y el verdadero propietario, entrampado en el poder judicial, finalmente no encuentra otra salida que contratar a la policía para que desalojen el local con cualquier pretexto. Podría ser. Otra hipótesis es que los superiores de Rojas pretendan empapelar al principal arrendatario del inmueble, don Fermín, que utiliza cuatro de las seis plantas como almacén, en favor de la competencia salvaje, que se quiere quitar de en medio al pez gordo de Mesa Redonda.

Mira la agenda de su móvil, a ver con quién podría asociarse en algún otro negocio. ¿Empezar de cero de nuevo? ¿Con qué ganas? ¿Con qué ambiciones? ¿Hasta cuándo va a seguir postergando su deseo de aventurarse en el sector del turismo? Toda crisis es una oportunidad, le dijo alguien. Al fin y al cabo, hace tiempo que los malditos champús le valieron madres.

Una vez en su oficina: papeles, albaranes, pedidos, presupuestos… se amontonan alrededor de su computadora. Cuando alguien como Amparo, su primera esposa, le echaba en cara su desorden, se defendía acusando a los demás de remover sus cosas, empezando por ella, continuando por su secretaria y terminando por la chica de la limpieza. Cuando Pili, su actual esposa, se lo echa en cara, contesta que él, al menos, entiende su desorden. Todos saben que es mentira, pero confían en que el silencio transmita mejor el mensaje. La prueba de que no tiene razón es que cuando la chica de la limpieza le limpia la oficina y se toma el trabajo de organizar sus papeles, aunque enfile uno encima de otro sin el menor criterio, lo embarga un gran alivio.

Sale y le pregunta a su secretaria qué pasa con la chica de la limpieza que no viene, quiere decir la chola, pero se muerde la lengua porque su secretaria es medio chola también y además tiene la mala costumbre de responder.

—Vino ayer —le dice.

—¿Cuándo le toca de nuevo?

—El otro martes.

—¿Sólo viene una vez a la semana?

—¿Quiere que la llame para que venga mañana, señor?

—Haz lo que te dé la gana. —Santos se da media vuelta y tira un portazo. Así no se puede, piensa. Está rodeado de inútiles e incompetentes, de acomplejados y pusilánimes, de gente sin criterio que no sabe tomar decisiones por su cuenta, que está siempre esperando lo que tenga que decir.

Se toca los bolsillos. Rebusca en sus cajones. Debería dejar de fumar, se dice al ver que no le queda ningún cigarro. Sale y manda a la secretaria llamar al Chueco, uno de sus chacales, un muchacho que camina con las piernas arqueadas. La secretaria no se atreve a recordarle si ha de llamar o no a la chica de la limpieza. Él tampoco se atreve a pedirle disculpas por tirarle la puerta.

Llevaba doscientos soles en la billetera al comenzar el día. Se gastó cien en la comida en Mi Lenguado Lindo. No quiso romper el otro de cien en la farmacia por una cajita de Pankreoflat, por eso intentó pagar con tarjeta.

El Chueco entra a su despacho con ganas de decir algo, pero Santos lo jala de la camisa y le mete un billete de cien en el bolsillo.

—Traéme una cajetilla de Marlboro Lights ahorita.

—Se nos ha acabado el propin, jefe —le dice el Chueco.

—¿Llamaron al proveedor?

—Ya llamé, dice que quiere hablar con usted. Vine a avisarte antes pero no estaba —responde el Chueco, que lleva seis meses sin decidirse a tratarlo de tú o de usted así que hace una ensalada con ambos.

—Ya sigan sin el propilenglicol o como chucha se llame, ya llamo yo al proveedor más tarde…, jijuna de su madre.

—Sin el propin no queda igual.

—¿Y a ti qué chucha cómo quede? ¿Tú lo usas?

—Nomás digo.

—¡Ya, tráeme los cigarros, huevón!

* * *

Con el vuelto le quedarán por lo menos ochenta soles. Por lo menos con su cigarrito y un cafecito bien cargado en el momento justo, directo al baño sin escalas mucho antes que el maldito Pankreoflat. Químicos de porquería, qué tendrán…

Sale de nuevo a prepararse un espresso en la máquina de café. Por suerte quedan dos cápsulas. Mete una en la máquina y la otra se la guarda en el bolsillo, no sea que la vaya a necesitar más tarde y no haya. Que se jodan sus chacales, para eso es el jefe, esos huevones paran de cafecito en cafecito, fumando en la terraza junto a todos los insumos. Les ha dicho mil veces que nada de cigarros, un día van a volar todos por los aires, carajo, que se bajen a la calle.

Ya que últimamente están aireando el baño donde guardan los insumos hay que tocarle a don Fabián. Si es una urgencia, les presta el baño de sus empleados. El local de Santos ocupa varios cuartos en el tercer piso, el resto es el almacén de don Fabián, casi todo el inmueble hasta la azotea. Para llegar al baño del almacén a uno lo enmudece aquel infinito laberinto de mercadería. Por el camino se cruza uno con un ejército de chicos jóvenes que se mueven por todo el edificio a velocidad, cargando y descargando cajas. Viéndolo a don Fabián caminar por la calle nadie diría que ese hombre bajito y cincuentón es uno de los capos de Mesa Redonda ni que los chicos que lo acompañan van todos armados.

Cometió el error de pedir un arroz con mariscos en Mi Lenguado Lindo. Últimamente los mariscos le repatean el estómago. Tendrá que pedirle el baño al de la fondita de abajo si nadie le abre en el almacén. Es el más limpio de toda la calle. Otra opción es bajar al McDonald’s. Sólo falta que haya cogido alergia a los mariscos. A su mecánico se la diagnosticaron hace poco.

—Con cuarenta y pico de años, hermano, te diagnostican alergia a los mariscos y es como si te dijeran que ya no puedes tirar, hermano: adiós a tu ebichito mixto, a tus choritos a la chalaca, a tus chicharroncitos de calamar, a tu chaufa de mariscos, adiós a tu jaleita, adiós a tu chilcanito reponedor… Estoy viviendo un infierno, hermano, no se lo deseo a nadie. Según el doc, si me zurro, me voy al otro barrio, hermano, me puede dar un paro cardiorrespiratorio y reviento. Así me dijo. Así de jodido estoy.  

En eso llega el Chueco con la cajetilla. Se la ha comprado al de la bodega de la esquina de abajo. Dice que le ha cobrado cuatro soles más de unas gaseosas que le debía.

—¿Y quién te mandó a la bodega, huevón, es tu monta o qué?

El Chueco se encoge de hombros, se da media vuelta y desaparece.

Por cierto, el de la bodega le fió unas pilas por Fiestas Patrias y nunca se las cobró. Se las iba a pagar pero ya ni hablar, deuda olvidada, deuda pagada.

* * *

Le llega un mensaje de Gareca, un cliente que guarda un desconcertante parecido con el entrenador de la selección. Le dice que le tiene un detallito por estas fiestas, que pase a recogerlo cuando quiera, pero cuanto antes mejor. La última vez que le entregó un pedido a Gareca, sus clientes se quejaron de un frasco que en lugar de champú contenía lavaplatos. Gareca aceptó sus disculpas sin dejar de recordarle que lo había hecho quedar mal.

Como tiene que entregar un pedido cerca de Gareca, decide que no le vendría nada mal manejar un poco. Ingresa en el laboratorio, en uno de cuyos rincones encuentra el pedido en una caja sin cerrar.

—¡Qué milagro! —les dice con sorna a sus chacales—. Lo tienen listo.

—Pst… era para ayer —le contesta Edwin, el más respondón de todos, como diciendo: eres el dueño y no sabes ni para cuándo son tus pedidos.

Piensa en reprenderle pero es Navidad y hace unos días, en nombre de todos, Edwin le dijo que este año no esperaban ni aguinaldo ni canasta navideña, sólo que les pagara puntual.

Comprueba el contenido. Cuenta cuarenta champús Head and Shoulders, levanta la caja y coge el ascensor.

Camina unas cuantas calles abriéndose paso entre el gentío que se afana en hacer sus compras navideñas buscando la ganga, el saldo, la rebaja, la liquidación, el remate, la mejor relación calidad-precio. Irrumpen en su memoria imágenes de cómo en sus buenos tiempos se daba el lujo de comprar sin mirar precios, sin compararlos, sin la menor intención de querer rebajarlos. Aún entonces veía con desagrado a su padre regatear a diestro y siniestro, por los artículos más insignificantes. Se le había quedado esa costumbre de las épocas de su infancia, allá por los años cincuenta. La agresividad encubierta de frescura y compadrerío propia del regateo le resultaba agridulce. No se imaginaba actuando igual que su padre. Le daba reparo. Le daba vergüenza. Eso los distanciaba. Su padre venía de una época dura, de una etapa llena de estrecheces. Padre e hijo pertenecían a clases sociales separadas por un abismo, estaban hechos de realidades opuestas, a veces irreconciliables. Cuando se suicidó y la familia cayó literalmente en la ruina, al aflorar la bancarrota y todas las deudas, subió a la superficie la compadrería de la que creía carecer, surgió desde su yo más recóndito y se produjo una abrupta fractura con su propia infancia de niño bien. Lo mismo que lo separó de su padre, lo separó de su pasado. Pronto empezó a negar ese pasado edénico de abundancia y caprichos, renegó de sus frivolidades, de su arrogancia, hasta jurar cercenarlas de su biografía, como si jamás hubieran formado parte de quién era. O creyó haberlo hecho. Lo cierto es que, inevitablemente, cada Navidad le vienen recuerdos de él desenvolviendo innumerables regalos. Algunos a veces no hacía falta desenvolverlos porque no había papel de regalo capaz de envolver bicicletas, cochecitos o mascotas.

Un escalofrío le recorre el cuerpo de pronto y el peso de los champús lo mece hacia un lado. Acaba de ver a Rojas saludando a Don Fermín, que camina por la otra acerca con su séquito de matones rumbo al almacén. Una mujer que viene en la dirección opuesta cargando unas bolsas tropieza con Santos, quien trastabilla y cae lenta pero inevitablemente al suelo. La mujer se disculpa, se agacha a ver si está bien. Pero se la quita de encima murmurando improperios. De rodillas en el suelo quiere llorar. Apenas es consciente de que la mujer le dio el tiro de gracia. Qué le puede hacer un tropezón que no le haya hecho ya la fatalidad. Ahora entiende, es don Fermín el que se lo quiere quitar de encima. Se pone de pie y recoge la caja. Apura la marcha hacia el garaje donde guarda su carro. Sale disparado hacia jirón Puno, coge Ayacucho, luego Cusco y llega a la avenida Abancay. Entonces se da cuenta de que tiene el tanque prácticamente vacío y de que Pili le pidió esa mañana que llegara con el tanque lleno, que mañana tienen que ir al sur, a Punta Rocas, a caserío de César. Hay que saludarlo a él y a su familia porque es el padrino de su cuarto hijo. Por él, no iría. Su mujer se cree el cuento de que la figura del padrino aún funciona, de que si algo le pasara —como arruinarse, por ejemplo—, el padrino se haría cargo de su ahijado.

 Por él que se jodan todos. No le tiene miedo a la pobreza. Uno cae y vuelve a levantarse. Así es. Lo piensa sin convicción, pero con entereza. Lo único que tiene claro es que la vida sigue. La Navidad y las continuas visitas, comidas y cenas con gente que no le importa se lo puede pasar todo por el forro.

Para en la primera gasolinera y se gasta todo lo que tenía en llenar el tanque. Un empleado de pronto le hace un gesto y le señala uno de sus faros. Se le ha fundido.

—Cámbialo por una bombilla alógena, esa huevada te dura más.

Lo malo es que ahora ya no tiene un mango y no sabe si la tarjeta funcionará. Aun es de día, pero llegará de noche. En todo caso, no conoce cajeros automáticos por esas zonas. A lo mejor en el Hipermercado Metro, en cuyas inmediaciones Gareca lo está esperando, allá en San Juan de Lurigancho, hay alguno.

Deja el pedido unas cuadras después sin problemas. El dueño de la bodega no le saca en cara el retraso, pero le recuerda que le pagará en quince días, como siempre. Diez minutos después llega al local de Gareca y resulta que no está. Sus chacales no tienen ningún mensaje ni un paquete para él. Se arrepiente de no haberle advertido que estaba de camino. Le manda un mensaje en el momento y aprovecha mientras tanto para dirigirse al hipermercado a buscar un cajero automático. Sin embargo, después de atreverse a correr un poco (para bajar barriga) y una vez delante del cajero, un terror gélido lo embarga haciéndolo cambiar de opinión. Prefiere seguir ignorando su situación bancaria.

Recibe respuesta de Gareca:

«Disculpa, hmnito, testuve esperando pero como no venías me quité. Los chicos te van a dar tu navidad. Felices fiestas.»

Santos abandona de prisa el hipermercado. Todavía son las siete. Si se apura puede llegar a tiempo para recoger a la empleada de la farmacia y llevarla a tomar una chicha morada, al menos. Tiene que cogerla saliendo porque de lo contrario se le perderá en el río de gente. Regresa a la tienda donde lo están esperando con una bolsa plástica de Norkeys. Santos se sonríe. Los chacales de Gareca también. ¿Qué es esta huevada?, dice para sus adentros.

—Su regalito —dice uno de ellos—. Feliz navidad.

Santos se asoma a la bolsa y sin abrirla se da cuenta de que se trata del combo familiar de Norkeys:  un pollo a la brasa, una porción de papas, una porción de ensalada, otra de arroz chaufa y una Inca kola de litro y medio. No sabe si reírse o sentirse humillado. Los chacales de Gareca tienen pinta de ser partícipes de una sórdida confabulación. Nadie ríe. Nadie sonríe. No se hacen guiños. En eso recibe otro mensaje, como si todo fuera un plan sincronizado:

«Que aproveche.»

Contesta con un pulgar levantado y se marcha. La hora se ha ido volando y ya todos los autos han encendido sus faros. La avenida es un reguero de lucecitas rojas delante de él. Al menos llegará a casa con el tanque semilleno y la comida lista para empujarla al microondas. Le escribe a Pili para que no cocine. Entonces se da cuenta de que acaba de meter la pata y borra el mensaje inmediatamente. Escribe otro en el que dice que el tanque está lleno. Ni loco va servir ese menú en su mesa. El cabrón de Gareca le ha inyectado propin seguramente. Lo quiere matar con su propia medicina. No es un regalo de Navidad, es un intento de asesinato. Un intento fallido.

* * *

Esperanzado en llegar a tiempo para encontrar a la empleada de la farmacia, coge la avenida Próceres a velocidad, y en eso, de la nada, lo cierra una patrulla de policía, obligándolo a parar. ¡Mierda, se dice, el faro! Y lo peor es que ya no le queda un mango. Rojas había sido profético, todo el mundo quiere sacar su aguinaldo por estas fechas. Ni siquiera tiene los champús. El oficial le pide la tarjeta de propiedad y el brevete. Santos al sacar el brevete lo exhorta a embargarse del espíritu de la Navidad, mostrándole los compartimentos de su billetera vacíos.

—Estoy cero balas, jefe.

El oficial, sin inmutarse, se dirige a la patrulla con sus documentos y cuando regresa le comunica que tiene varias multas impagas en diferentes distritos, que procederá como la ley manda a quitarle el brevete y llevarlo a la comisaría más cercana.  

Santos sabe que no tiene otra que ampararse en su labia. Empieza por dejarle claro que plata es lo último que le va a sacar porque, como ya ha visto, anda pelado. Segundo, puede visitarlo a su local, mañana mismo, si quiere le da su tarjeta, donde puede agasajarlo con un vale para él y toda su familia en Mi Lenguado Lindo, un restaurante de la gran puta, hermano, el dueño es mi sobrino, ahí te puedes dar una buena mariscada.

El oficial lo mira como si lo estuviera haciendo perder su tiempo.

—Ya veo que no tienes manera de contribuir a la PNP —dice y saca las esposas.

A punto ha estado de tirarse al suelo y rogarle que no se le lleve. El oficial es de los duros de ablandar. No puede ser. Ha llegado a coimear policías hasta con rifas caducadas, pero con éste no hay manera.

—Ya, compadre, no me metas más letra que te enmarroco por querer corromper a un PNP.

—Aguanta, hermano, no te sulfures, mira, te enseño. —Santos se acerca a la maletera y la abre como si fuera a enseñarle un tesoro. Sonriendo, le dice—: Mira, si tienes mujer y tus cachorros, ésta es tu Navidad, hermano, ya tienes la cena de esta noche, un sabroso combo familiar del Norkeys, con su Inca Kola y su arrocito chaufa completo.

En eso, sin preverlo, una lágrima le brota del ojo derecho. El oficial lo advierte, pero se desentiende y vuelve la vista a la bolsa de pollo, incrédulo.

—Conchasumadre —alcanzó a decir, resignado—. Desaparécete mejor, compadre.

Santos entra a su carro, prende el motor y antes de marcharse le desea al oficial feliz Navidad y próspero año nuevo. Intenta que no suene falso. Que suene sentido.

En todo el viaje Santos no hace más que acordarse de la vez que en su temprana infancia recibió de regalo de Navidad una bicicleta que al cabo de una semana, comparada con la de su vecino, le pareció una tacañería de su padre. No tenía cambios ni tampoco era de montaña. Era una mariconada para pasear.

* * *

Son más de las ocho cuando llega a la farmacia. Aguaita desde el auto y descubre que la empleada aún sigue ahí. Le manda un mensaje a su mujer para decirle que llega tarde, que le ha salido un pedido de improviso. Ella ya no le cree y seguramente el próximo año le pedirá el divorcio. Las cuentas apenas llegan y en cualquier momento su laboratorio clandestino de champús bamba será requisitoriado, allanado por las fuerzas del orden.

Al verlo esperándola en su carro, la empleada de la farmacia da media vuelta y cambia de rumbo. Santos baja, le da el alcance y le dice:

—¿Por qué corres? No te voy a hacer nada.

—Ya sé, señor, pero me tengo que ir. Sus pastillas están en caja, pídalas y se las darán.

—Ya estoy bien, no necesito pastillas, quiero acompañarte.

—¿A dónde?

—No sé, ¿dónde vas? Si quieres te llevo —dice señalándole su auto.

—No puede llevarme…

—¿Por qué? No hay nada de malo.

—No sé, señor.

—¿Qué champú usas?

—¿Qué?

—Tienes bonito cabello.

—Cualquiera.

—Mentirosa. Es Navidad, no mientas.

—Ahí viene mi micro, señor, adiós.

Santos deambula esa noche por la ciudad seguro de que, antes de que lo echen, sólo le queda mandar todo al diablo. En su oficina hay suficiente material inflamable para volar todo el edificio. Las puertas están cerradas, sólo hay un guachimán en el portal y los matones de don Fermín en la primera planta. Cuando huelan el humo sabrán que tienen poco tiempo para salir. Es hora de volver a respirar. Después de todo, ama ser un hombre libre.

© de la imagen: Mariuca Gómez

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