Hormigas

Hormigas

Por Juan Bautista Durán

Integrado en la primera parte de Final del juego, el cuento Los venenos es uno de los más tiernamente crueles de Julio Cortázar, de quien este año se celebra el centenario de su nacimiento y los treinta años de su muerte. Los venenos forma parte de su etapa argentina, si bien se publicó en 1964, cuando ya llevaba más de diez años en París. La acción se sitúa en una casa de Bánfield, Buenos Aires, y el narrador, un niño de unos once años, cuenta cómo su familia decidió ese verano combatir a las hormigas que hacían estragos en el jardín. «Las hormigas negras que se van comiendo todo, hacen hormigueros en la tierra, en los zócalos o en ese pedazo misterioso donde una casa se hunde en el suelo.» Para combatirlas, tío Carlos trae una máquina que habrá de echar veneno en los canales subterráneos y erradicar la plaga de hileras negras que avanzan de un lado a otro del jardín, una idea que Cortázar ya desarrolló brevemente en Historias de cronopios y famas, de 1963. Ese libro incluye Instrucciones para matar hormigas en Roma, donde se lee: «Habría que encontrar el corazón que hace latir las fuentes para precaverlo de las hormigas, y organizar en esta ciudad de sangre crecida, de cornucopias erizadas como manos de ciego, un rito de salvación para que el futuro se lime los dientes en los montes, se arrastre manso y sin fuerzas, completamente sin hormigas.» Ahí no hay máquinas, sin embargo, ahí sólo brilla la extravagancia juguetona de Cortázar, un escritor extraño y personal, en palabras de Silvina Ocampo, libre de manías o de aceptación, y muy sensible.

Silvina compartía con el autor de Rayuela una sensibilidad, al menos, por no decir una fijación, la de las hormigas. Varias anécdotas dan cuenta de ello, si bien en sus cuentos y poemas son otros animales los que la inquietan, animales mitológicos o simplemente monstruosos. Y las hormigas no son monstruosas, como lo puede ser una araña, por ejemplo; las hormigas son un mero incordio. La escritora María Esther Vázquez cuenta que una vez, según paseaban por el jardín de Villa Silvina, siguieron una larga hilera de hormigas —de diez o veinte metros, asegura— hasta el hormiguero. Entonces Silvina las miró en su lento y ordenado acceso al hormiguero y dijo: «Si pensaran, se suicidarían.» Qué pena que no caigan en la tentación, que no piensen ni obren en consecuencia. Habría sido un alivio para muchos, no sólo para Silvina, quien lamentaba en su último poemario el esplendor invasivo de la primavera con las siguientes palabras: «Cortás una flor y está llena de bichos, la llevás a tu cuarto y se te llena de hormigas.»

Cortázar recomienda en sus instrucciones buscar la orientación de las fuentes romanas para entender el circuito interior, las venas del mercurio, dice, las galerías que esas horribles mineras tejen y que luego —ahí está— habrá que calcinar. Eso mismo hacen los protagonistas de Los venenos. La máquina «parecía una estufa de fierro negro, con tres patas combadas, una puerta para el fuego, otra para el veneno y de arriba salía un tubo de metal flexible donde después se enchufaba otro tubo de goma con un pico». Ese pico es el que tío Carlos habrá de meter en los hormigueros para que esparza el humo por las galerías interiores.

El narrador no puede tocar el veneno, por peligroso, ni él ni su hermana ni su primo, y mucho menos las vecinas de su edad, que andan al quite. El chico debe echar barro en los agujeros para que el veneno actúe donde tiene que actuar y no escape. «Era formidable —dice— pensar que por debajo de la tierra andaba tanto humo buscando salir, y que entre ese humo las hormigas estaban rabiando.» El veneno era fuerte, demasiado fuerte al fin, y todo el empeño que el narrador pone en matar hormigas es también una manera de llamar la atención de la vecinita, Lila, un nombre de flor, al igual que algunos personajes de Silvina Ocampo. Lila, Violeta, Mirta. La obra de Silvina abunda en nombres y referencias al mundo botánico, así como en pequeños actos crueles, unas veces infantiles, en otras no tanto, bastante próximos al modo en que Cortázar resuelve su relato.

Los efectos del veneno alcanzan las casas vecinas, en cuyos jardines sale humo y languidecen las plantas. Las hormigas mueren, sí, pero también las plantas de los vecinos, incluido un jazmín que el narrador le había regalado a Lila para que lo plantara, un jazmín que no sólo es un jazmín y lo llevará a su primer desengaño amoroso. «Miré a Lila que estaba llorando y vi que el humo salía ahora al lado mismo del jazmín, todo el veneno mezclándose.» Ya sólo le queda aferrarse a su labor de matar hormigas, tal como Silvina se aferró a ellas un día en que, sirviendo el café en su casa a unos periodistas, éstos le pidieron azúcar, ella fue a la cocina, y como no supo encontrarlo o no tenía, de vuelta se apoyó como una diva de cine en el quicio de la puerta y les dijo que las hormigas se lo habían llevado.