Gremio llorica

Gremio llorica

Juan Bautista Durán

Lo que motiva las siguientes líneas se dijo en una entrevista televisiva, porque la tele da coraje como un chorrito de anís en el café, y estas cosas salen, son acaso el revés del llanto. «El de los escritores es un gremio de lloricas», dijo un autor, para explicarse instantes después: «Es común que muchos escritores se quejen de que el sistema editorial no los trata como merecen y por eso sus ventas son exiguas; pero si a otros les va bien, si los hay que triunfan dentro de ese mismo escenario, ¿no será que cada cual tiene la parte que merece y el sistema editorial no es malo en sí mismo?»

Todo lo que se diga en esta línea es susceptible de ser malinterpretado, incluido este artículo, e incluido, desde luego, el supuesto y maltrecho compañerismo entre autores. A lo sumo se forman capillitas entre ellos. Hay una condición inherente a todo creador, disimulada con mayor o menor pericia según el carácter y la nacionalidad de cada uno: el egocentrismo. Sirva de ejemplo el famoso encuentro entre Marcel Proust y James Joyce, ya tan trillado que quién sabe cuánto hay de cierto y cuánto de leyenda. Sea como fuere, dicho encuentro viene como anillo al dedo para mostrar la estructura mental de quienes se dedican a este viejo oficio.

Reunidos en el parisino Hotel Majestic con personalidades de otras artes, Proust y Joyce mantuvieron una charla medio trabada. Unos dicen que hablaron de trufas y duquesas; otros, de su salud, ya muy maltrecha la del francés; otros, que apenas intercambiaron palabra. Los hay también quienes aseguran que cuanto se dijeron fue mediante citas de sus personajes mayores, es decir, de Charles Swann en el caso de Proust y de Leopold Bloom en el de Joyce. Ninguno había leído la obra del otro. La conversación no pudo sino ser un despropósito, por tanto, también en el taxi que los llevó de vuelta a sus respectivas viviendas. Al parecer, Joyce quiso encenderse un cigarrillo al que hubo de renunciar por el asma de Proust.

Lo más literario e interesante es que se midieran a través de sus personajes, su «yo» más íntimo y sincero, cada cual con su sensibilidad y estilo particulares. Y que necesitaran hacerlo. Y que tantos autores de prestigio —o sin él— lo hagan. Esto revela la complejidad del oficio, donde uno se desdobla y pone sus virtudes, defectos y conocimientos al servicio de la historia, con la esperanza de que ésta alcance un total atractivo y coherente, capaz de seducir a editores y lectores. No es tarea fácil. Menos aún ahora que el big data gana terreno en el sector. Los propios Proust y Joyce tuvieron que hacer frente a la incomprensión y rechazo de sus obras. Por eso se suele decir que escribir es llorar, sobre todo si uno no se adscribe a lo que en cierto modo se demanda. 

Que los escritores son unos lloricas, decían en la tele. Pues claro que sí, está en su esencia. Y se corresponde además con el viejo refrán, no referido al mundo literario, de más está decirlo, según el cual quien no llora, no mama. Hay que ser pesado y persuasivo para decantar la balanza editorial, no siempre atenta —raras veces— a un estricto criterio literario, y ocupar así los huecos disponibles con los Swann o Bloom propios. 

Para coordinar mejor esa disputa entre autores y defender a posteriori los derechos de autor y sus regalías, se ha venido imponiendo la figura del agente literario, hoy día tan conocida gracias al trabajo y repercusión de Carmen Balcells o Andy Wylie. En el mundo hispano se da la casualidad de que esta profesión la vienen ejerciendo sobre todo mujeres, con probabilidad debido a la irrupción ejemplar de Balcells en el momento en que Carlos Barral le pide, dentro del sello Seix Barral, que gestione los contratos de los autores y defienda sus derechos en el extranjero. Se refería, sobre todo, a los poetas de su misma generación. Esto lo tengo que hacer al margen de ti, le respondió Balcells, tendré que mediar también con el editor que eres de ellos. Éste es su primer paso para salir del orden interno del sello editorial y fundar la que sería la agencia literaria más representativa de las letras hispánicas, de la cual saldrían asimismo futuras agentes. 

Cierto feminismo achacó en los últimos años este predominio femenino en las agencias al machismo, siquiera con la boca pequeña. Sus motivos no son difíciles de traer: si escribir es llorar, como decíamos, donde mejor se llora es en brazos de la madre. Y como no se trata de un llanto inocente, sino interesado, porque lo que queremos es comer, resulta muy obvio abundar en la figura materna. ¿Qué habrá de malo en ello, en tal caso? Lo mismo son autores que autoras, y si tal es nuestro primitivismo machista, si tanto predomina el instinto en nosotros, bien está por parte de las agentes haber sacado provecho de ello. Otra cosa es creerse a pies juntillas teorías tan ramplonas. 

Más importante que consolar a un autor es exigirle y hacerlo callar a tiempo, que no se consuma en su llanto ni se pavonee demasiado cuando las cosas van bien —no es cuestión de andar diciendo que éste es un gremio llorica, tal vez—, porque la creación de una obra no acontece tan sólo en el momento en que uno se sienta a escribir, sino que es parte de una dedicación. Como diría Proust, ocurre todo el tiempo. La tarea fundamental del agente literario consiste en procurar los mejores contratos posibles y velar por que se cumplan. De su ojo literario y buen hacer dependerá que una obra llegue al editor que merece y a partir de ahí empiece su andadura en busca de lectores, lo que tantas veces sigue siendo un valle de lágrimas. Y ahí el autor se reafirma: escribir es llorar. 

No es éste un gran negocio, salvo en contadas ocasiones. Lo sabemos de antemano. Nos obliga a estar en las duras y las maduras a sabiendas de que las duras son las más, por mucho que cambie el mundo y, con él, el sistema editorial, sus gentes y las formas de imprimir y sacar adelante los libros. Su esencia, que es la escritura, sigue siendo la misma, y por tanto sus miedos también.