Geniales hijos díscolos

Geniales hijos díscolos

En memoria de Enrique Lynch y Miguel Ángel Herranz

Juan Bautista Durán

Acerca de la escritura todos los autores dieron su opinión, e incluso quienes no son sino ocasionales escribientes se aventuraron alguna vez a compartir la suya. Unos lo hacen en base a su experiencia, tanto de los momentos de placer creativo como de los de sufrimiento, y los otros más bien en base a un deseo, el de dominar esa voz que habrá de convertirse en letra y dar lugar a un discurso. «Un verdadero escritor —afirma Enrique Lynch en su breviario intermitente, Nubarrones— es quien acepta el desafío de la construcción y pone la escritura al servicio de algo que quiere decir.» Son varias sus reflexiones al respecto en este título. Ya en el prólogo incide en la disciplina que ésta exige, por encima de la inspiración o de la genialidad innata; y es conocida, por repetida, su comparación del estilo con el acto de montar a caballo, «porque el lenguaje es como un corcel brioso y arisco: dos seres vivos de especies diferentes e inteligentes [que] se encuentran, se rozan, se sienten el uno al otro y, de común acuerdo o a la fuerza, deciden moverse juntos». Otro asunto es quién lleva en verdad las riendas, si el jinete o el caballo, pese a que Lynch opina que es este último el que «reconoce al buen jinete y, finalmente, decide complacerlo».

No son pocos los que habrán experimentado frente al papel en blanco, o a medias, a la mitad de una frase, esa voluntad superior del caballo —la escritura—, que se resiste a andar o a hacerlo en la dirección señalada. Su voluntad predomina, pone en jaque ese «común acuerdo» del que hablaba Lynch, tan necesario para escribir una frase más, una palabra, una letra como ésta. Otros días el caballo corre, avanza por la llanura sin aparente esfuerzo e incluso sus improvisaciones parecen fruto de la buena comunicación con el jinete, adelantándose apenas una milésima de segundo a la voluntad de aquél. Y qué difícil es valorar esos momentos, presas incluso de cierto vértigo, de una liviandad que no podemos sino transmutar en alegría, del mismo modo que no solemos pararnos a pensar en lo bien que estamos cuando estamos bien. ¿Para qué? Sería una pérdida de tiempo, una manera de entorpecer ese bienestar, como si al caballo le mandáramos parar en seco en medio de una carrera genial. ¿Y qué, dejamos la frase a medias?

La propia existencia ya se ocupa de cortar esas rachas, a veces en seco, sin posibilidad de dar marcha atrás, esquivar el golpe o reformular la sentencia. Lo vemos a diario. Lo vimos el pasado diez de noviembre ante la triste noticia del fallecimiento de Enrique Lynch, batallando en los últimos años contra un cáncer que en veinticuatro horas se complicó de forma definitiva. (Iba a escribir «en ‘apenas’ veinticuatro horas», lo que habría sido una decisión del caballo, no mía, por esos clichés, diría Enrique, «que las mismas palabras generan y asoman en la torpe memoria del escritor», una especie de «efecto semántico incontrolado»; puesto que, por más que veinticuatro horas sean pocas con relación al tiempo que estuvo haciendo frente a la enfermedad, éstas pudieron ser muy largas y dolorosas, y es mejor no opinar.)

Esa primera quincena de noviembre fue de una crudeza particular en Comba. Cuatro días antes, el seis de noviembre, hubo que lamentar también la pérdida de Miki Naranja, seudónimo de Miguel Ángel Herranz, joven poeta bregado en las redes sociales y cuyo primer poemario, Palabras de perdiz, vio la luz para alegría de tantos en este sello editorial. «Vivir —escribió— es ir de victoria/ en victoria/ hasta la derrota final.» Y la poesía, dice en otro poema, «es levadura/ para las masas». La suya fue igual una lucha infructuosa contra el cáncer, siendo aún tan joven, cuarenta y dos años, y un horizonte por delante que se apagó de golpe y hubo de teñirse de triste fatalidad para su familia. Fueron muchas las muestras de condolencia que aparecieron en las redes sociales, así como en memoria de Enrique Lynch, presente en los obituarios de la prensa más destacada del país. Su mordacidad y capacidad de análisis, su conversación inteligente y enfática, ocuparon las palabras más sentidas en su recuerdo.

Poco tenían en común Enrique y Miguel Ángel, más allá de una constante búsqueda de la belleza y de compartir catálogo en Comba de forma relevante. Con Nubarrones se inauguró la colección de ensayo, un título de indudable valía que permitió a la editorial situarse mejor en librerías y llegar a más medios, con lo que esto supone para los lectores; con Palabras de perdiz se apeló a un nuevo lector, el que frecuenta las redes sociales y se nutre casi en exclusiva de ellas, atento a unos códigos que representan la genuina realidad del siglo XXI, la digital, y que Miguel Ángel tan bien supo interpretar. Licenciado en derecho y funcionario público, decía que siempre sería novel en este oficio, consciente de su incursión por caminos poco ortodoxos; aunque, quizá por eso, fue a buscar —sin saberlo— unos poemas nuevos que calaron en los lectores. Los encontró, alcanzando esa excelencia del poeta que, en palabras de Enrique Lynch, «consiste en su capacidad para descubrir la forma adecuada, la más elocuente o la más espléndida» (La lección de Sheherezade, 1987). Lo hizo en sintonía con el tiempo presente, éste de la revolución tecnológica y las relaciones a distancia, un tiempo al que rara vez le da para fijarse en la prosa o en los pormenores de la construcción, pese a que Miguel Ángel no renunciaba a ello y pretendía afianzarse en éste, su otro oficio, mediante una construcción más cuidada. No iba a ser siempre novel, desde luego que no.

Enrique Lynch fue escritor desde sus inicios, ensayista, para mayor detalle, con una vida profesional centrada primero en la edición y después en la docencia, profesor de Filosofía y Estética en la Universidad de Barcelona. Sentía un respeto hacia la ficción parecido al de Ortega y Gasset, muy atentos ambos a ella, desde la estructura e imágenes de los clásicos a las novedades más relevantes, con ganas de discutir y revisar los giros y maneras que van imponiéndose —recordemos la fijación de Ortega y Gasset en la novelística de Baroja y su influencia posterior en la obra de autores como Jarnés o Chacel—, aunque reacios ambos a meterse en tales honduras, siquiera en un tono autobiográfico. Si Enrique dejó en borrador o no tentativa alguna, eso el tiempo lo dirá. Claro que en su caso es probable que sintiera la presión de ser hijo de una narradora tan leída y singular como Marta Lynch, temeroso de discutir con ella a través de los personajes, en la forma de construir una historia; o mejor aún, de dar con ella en un personaje. Se despidió con un último título —temía que fuera póstumo—, Ensayo sobre lo que no se ve (Abada, 2020), que le llevó años de trabajo y debe definir por igual su búsqueda filosófica y la voluntad de reivindicarse como escritor, hábil jinete en este campo de renglones donde uno se emancipa y se da a la voz que mejor representa su discurso o narración. «En el fondo —escribe en Nubarrones—, el escritor es un hijo díscolo y mal habido.»

© de la imagen: Víctor Mateo, Pintura 09/4