Fade Out

Fade Out

 

UNO. Lo primero que me llamó la atención al leer la novela de Tatiana (a pesar de que ella, Tatiana, me lo advirtió en su momento) fue que en su playlist no apareciera ninguna canción de Andrés Calamaro. Ni siquiera una mención, al menos una referencia, lo cual me hizo pensar dos cosas: una) que Tatiana, como las mujeres de su novela, es incapaz de emitir, o de cantar, canciones de Calamaro; dos) que a Tatiana, directamente, no le gusta Calamaro.

Cosa rara, pensé, tratándose de Tatiana, dado que las tres o cuatro veces que nos vimos tuvimos varios de esos momentos que, al unísono, bautizamos como «momentos Calamaro»: momentos en los que uno, en medio de una conversación, es capaz de recurrir a alguna de las muchas canciones de Calamaro y, en lugar de decir, por ejemplo, que está atravesando un momento de desamor, agarrarse de una frase de Calamaro y decir, en cambio, que está «vencido porque el mundo lo hizo así» o que es «todo corazón y eso le hace mal».

Una práctica, ésta de citar a Calamaro a cada rato, de calamarear, como decimos con Tatiana (como si hubiera un Calamaro escondido para cada ocasión) que no se restringe, no obstante, a nuestra conversación, una conversación que a veces mantenemos vía Messenger a altas horas de nuestras madrugadas, sino que se va haciendo, lo noto, cada vez más habitual entre los argentinos, tal vez porque Calamaro compone y no deja de componer canciones que son «para no olvidar». En cualquier caso, y para no desperdiciar otro momento Calamaro, es mejor que, como canta Calamaro, «pasemos a otro tema» y me centre mejor en Fade out, esta novela de Tatiana que incluye muchas canciones y que no incluye, obviamente, ninguna canción de Calamaro.

DOS. Que Fade Out no incluya canciones de Calamaro no significa que Fade Out no incluya muchas otras cosas. Cosas que en una novela de tan pocas páginas (Tatiana me dijo que podía leerla, y no fue así, en una tarde) son díficiles de contener y, sobre todo, de sostener: historias breves, historias mínimas, que se entrecruzan y se mueven dentro de una biografía sonora y familiar, pero unidas gracias al pulso contante de una narradora que puede cambiar de voz y de nombre pero que nunca, jamás, cambia su manera de latir, como si hablara desde un lugar inefable y cercano (el único lugar, quizás, desde donde puede escribir), un lugar donde nacen las palabras y brotan los sonidos porque allí habita, precisamente, el silencio, esa condición que nos da, como dice alguien en la novela, «la capacidad de quedarnos donde estamos».

Desde ese lugar (un lugar inamovible que se vuelve simbólico y, gracias a ser un símbolo, puede atravesar las distancias y el tiempo) hablan las narradoras de esta novela de pocas páginas (sí, de pocas páginas) pero que en pocas páginas es capaz de sumergir al lector en una experiencia sonora, en un movimiento perpetuo, y hacerlo escuchar una historia de afectos y de vínculos, de lazos invisibles que van más allá de las palabras y se encaminan, en una prosa continua, a un finalle que es como volver al principio: a la producción del silencio, la búsqueda de un silencio que, como se afirma en Fade Out, no es un simple dejar de hablar, sino una emisión de ondas que se cancelan por sí mismas antes de poder ser registradas por aparato científico o humano. Un silencio que esta novela, si se la presta atención, si la lee y se la escucha en silencio, es capaz de emitir.

TRES. Novela breve, sí, novela de pocas páginas (la leí en tres tardes) pero que, sin embargo, no debe ser confundida con una novela corta, un género que alguien se atrevió a definir también como un cuento largo, pues Fade out no pertenece, por suerte, a ninguna de ambas categorías y es difícil de encasillar, incluso, como una novela al uso. Aquí no hay ningún jeroglífico que descifrar, no hay un enigma que resolver, no hay un argumento al cual aferrarse ni un héroe con el que un lector pueda identificarse. Fade out, en cualquier caso, es una obra en sí misma, que tiene una sonoridad propia y en la cual cada uno de los instrumentos están perfectamente afinados, vibran en una misma sintonía y suenan, en conjunto, como una caja musical o como un ventilador pop.

El argumento de Fade out es, en ese sentido, mínimo (tres generaciones de mujeres, ninguna palabra y mucho silencio), pero la novela (y éste es uno de sus muchos atractivos) no se asienta exclusivamente sobre él porque no se trata, como se afirma al final del libro, de narrar historias, sino de otra cosa: de construir, en este caso, una narración perfectamente afinada, repleta de voces que se hacen canciones y pensamientos pero rodeada de un silencio en cuyo centro está, siempre, el sonido.

Todo, en Fade Out, suena a algo. Todo, en la novela, se siente, se escucha, se percibe. No sólo a través de los sentidos y, especialmente, a través del sentido auditivo. Todo, en Fade Out, suena a algo porque las palabras, el peso de las palabras, tienen un sentido, despiertan un sonido, más allá de que sus afinidades electivas implican, también, cierta desprotección. Como se afirma al final de la novela: «Quiero que los que lean este libro sepan que todos decimos más de lo que creemos y queremos pero no por eso tenemos que sentirnos desprotegidos».

Así, más allá de las palabras, parece decir Tatiana con esta novela, hay una apuesta y hay también un riesgo, pero también hay un sonido que viene de muy lejos y es más eterno que el silencio, un silencio que se revela como una una ausencia presente y un sonido que, cuando se terminen todas las palabras del mundo, aún pueda hacernos llorar y reír con la misma facilidad.   Sólo hara falta, como dice Calamaro, pedir «atención al silencio y al silencio, atención».

Escrito por Diego Gándara