Fuga perpetua

Fuga perpetua

Juan Bautista Durán

En un texto titulado Desapariciones, el mexicano Alfonso Reyes (1889–1959) se refirió a la cantidad de personas que desaparecían al año en Nueva York sin motivo aparente —violento o criminal, es decir—, un total cercano a las mil quinientas personas. Se trataba de desapariciones voluntarias y de pesquisas privadas, en palabras de Reyes, de las que la propia familia daba parte a la policía. Tales fugas se prestan a muchas interpretaciones, tratándose de semejante urbe, en la que el flujo de personas que entra y sale a diario es enorme y cualquiera puede mezclarse en el río nómada y dejarse llevar, abandonando a amigos y familiares, cual Eneas entregado a su hijo; en este caso, su libertad.

Para el que quiere huir, dice Reyes, como en el Metzengerstein de Edgar Allan Poe, los caballos de los tapices se animan y se hacen de carne, listos para la fuga definitiva. En este sentido, uno de los casos más relevantes fue el de Arthur Cravan, sobrino de Oscar Wilde, poeta y boxeador en constante fuga de sí mismo, reinventándose, hasta que ya nunca más se supo de él, cuando en 1918 partió del golfo de México con su embarcación. No se encontraron restos suyos ni de la embarcación, tal como sucedió recientemente con un vuelo malasio. Sólo en Argentina hubo voces referentes a Cravan, de alguien que lo vio, o de alguien, más bien, que tenía un amigo cuyo primo conocía a la persona que en cierto momento pudo haber tenido contacto con el sujeto que rellenó los papeles correspondientes a la llegada al puerto de Buenos Aires de una embarcación similar a la de Cravan y de cuyo interior salió un hombre que, en honor a la verdad, respondía a los rasgos del sobrino de Wilde.

Nacido en Suiza en 1887 con el nombre de Fabian Avernarius Lloyd, Cravan fue un hombretón de aspecto y palabra, cuya máxima vital respondía al axioma de su tío político, según el cual la vida debe imitar al arte y no a la inversa. «La vida imita al arte mucho más que el arte a la vida —decía Wilde—. El arte debe encontrar en sí mismo y no fuera de él la perfección.» Cravan dedicó su vida al arte, a entender sus lazos activa y fantasiosamente. Realizó largos viajes con la voluntad de ser discípulo de la propia experiencia, viajes sobre los que fantaseaba en sus poemas, tanto o más que en la remota posibilidad de que el admirado tío, casado con la hermana de su padre, fuera en verdad su padre. En pleno fervor literario, recién instalado en París, se adentró en el mundo del boxeo, que por entonces gozaba de gran popularidad. En 1910 fue declarado campeón de los pesos medios por abandono del adversario, un logro que le bastó para darse a sí mismo la aureola de campeón. Poco más alcanzó en el cuadrilátero, si bien se sirvió de aquel triunfo para hacer del boxeo ora un mito ora un oficio. «Mi talento —decía— no está en proporción con mi cuerpo, pero ya crecerá.»

En abril de 1916, en la Monumental de Barcelona, peleó con Jack Johnson, el gran campeón de los pesos pesados; un combate de exhibición en que Johnson le bailó el agua a Cravan hasta el sexto asalto, cuando lo noqueó. Cravan llevaba cerca de un año en Barcelona dando clases de boxeo en el Real Club Marítimo, y aquella derrota, si bien previsible, precipitó su huida. No era la primera, en absoluto; manejaba sus tiempos en una fuga perpetua, que hubo de llevarle al golfo de México en septiembre de 1918.

Su personalidad quedó reflejada en los seis números de la revista ‘Maintenant’, que él mismo escribía y editaba. Publicó textos sobre Wilde, al que defendía cual púgil en el papel, diversos poemas y una fuerte crítica de arte que lo llevó ante los tribunales. Todos los textos eran suyos, incluidos los publicitarios, si bien algunos artículos los firmaba con seudónimo. En el poema Poeta y boxeador, uno de los más significativos, cuenta sus viajes literario-pugilísticos bajo el nombre de Mysterieux Sir Arthur Cravan, mezcla de lirismo y sarcasmo, unido al espíritu burgués que tan bien conocía y al que no renunciaba. «Lo más divertido —dice— es que, con mi satánica naturaleza, deseo una existencia burguesa.» En compañía de la más guapa y joven, añadía. «Estoy todavía un poco perplejo —le decía a su segunda mujer, Mina Loy—, sin saber si he caído de una estrella o de una rama.» Mina Loy era una mujer moderna, poeta y figura clave en la introducción de las vanguardias en Estados Unidos. Estaba embarazada cuando Cravan se hizo a la mar en el golfo de México, y allí permaneció ella, junto a la orilla, esperando durante meses a que él regresara.

La desaparición de Cravan potenció un mito al que la literatura ya le había prestado atención y que siempre estará presente, por más que las tecnologías parezcan impedirlo: el del hombre que prepara su propia huida y del que nunca más se sabe. Puso a punto su embarcación, fue a probarla y nunca más volvió. A lo mejor, como le sucede al personaje de Poe con el caballo, la embarcación de Cravan nació de una imagen que cobra forma real para llevárselo, en este caso, tras las tinieblas de la vanguardia. Qué emoción debieron de sentir los artistas de la época, como Marinetti o Picabia, amigos de la pareja. Es lo que exige la naturaleza, la fuga en busca de una libertad que quizá no exista pero es, en sí misma, otro mundo, del que el hombre pretende sacar provecho. «La desaparición —dice Alfonso Reyes— admite la posibilidad de corregir el mundo.»

En la imagen, Arthur Cravan