Entre la realidad y su imagen escrita

Entre la realidad y su imagen escrita

Por Juan Bautista Durán

Hay palabras que nos llegan a través de los sueños y otras que se imponen en el día a día, en el contacto y manejo de los objetos. Pienso en dos de ellas que nada tienen que ver entre sí pero que al fin se encuentran en ese mosaico maravilloso que es el lenguaje y el cual eleva nuestra experiencia vital. Hasta qué punto lo hace, eso no sabría decirlo, dependerá de la sensibilidad y el interés de cada cual. Lo que está claro es que nadie es ajeno a ello, pese a que algunos lo ignoren.

René Magritte (Bélgica, 1898–1967) fue un artista muy consciente de este juego. Supo llevarlo al extremo mediante imágenes provocativas y la conjunción de elementos contrarios. El paisaje que se cae en el reflejo del cristal roto o los simples enunciados sobre formas que no representan lo que dicen ser dan buena cuenta de su ingenio. «Las cosas están tan habitualmente ocultas por sus usos que, al verlas un instante, nos da la sensación de conocer el secreto del universo», dijo al respecto. Y ese secreto lo encontramos en las palabras que definen las cosas; lo vemos, por ejemplo, en los sustantivos «embeleso», «falleba» o «museo», en cómo representan aquello que definen aun si los desligamos del significante o si desconocemos cuál es ése.

«Me embelesa la falleba expuesta en el museo», por ejemplo. Y qué manera de dar forma y representar al objeto sólo con la efe inicial, «falleba», línea perfecta que abraza los agarres superior e inferior, al tiempo que tiene presente la manilla intermedia. Medio país la usa a diario y de esa mitad acaso sólo otra mitad sepa que así se llama la «varilla de hierro acodillada en sus extremos, sujeta en varias anillas y que sirve para asegurar puertas o ventanas», según la definición de la RAE. Me di cuenta de su singularidad este verano, al dedicar unos días a pintar las puertas y ventanas de mi casa. Tan integrada a la madera, a las hojas que constituyen la ventana, la falleba sin embargo va por libre, gira de forma independiente y tal cual responde al ser pintada. Requiere de paciencia, de un mimo que se vuelve en contra del pintor si es excesivo y que, en su justa medida, pasa desapercibido a ojos ajenos. Nada que no podamos imaginar, nada al fin y al cabo tan extraño. Quien más quien menos, todos conocemos a algún falleba.

Y Magritte, me pregunto, en su juego pictórico, en sus cuadros de corte casi analítico, qué habría representado con una falleba. Ceci n’est pas une… Es siempre la misma cuestión, una búsqueda que Guillermo Carnero sintetiza de maravilla en su poema ‘Ficción de la palabra’, al escribir que «entre la realidad y su imagen escrita/ hay un gran territorio inexplorado;/ sólo quien lo recorre significa». Eso es lo que propone Magritte, un recorrido de puertas y estadios conceptuales a través del cual —para el caso— quisiera alcanzar la falleba, quisiera significar con ella, cerrar la continuidad de los marcos que hay en toda obra. Imagínense un cuadro donde se ve a un señor subido a una escalera para pintar una ventana y en el cual la falleba es el único elemento pintado por completo. Pero no de color blanco o marrón o verde, no, nada de eso, sino de los colores que corresponden al pintor; y éste, por su parte, con el cuerpo aún medio descolorido. ¿Lo veríamos como la realización del pintor al desempeñar su trabajo o, más bien, en tanto que la falleba como cuerpo y metáfora masculina?

Es una pregunta casi de diván, espacio no muy alejado de Magritte, por otra parte, ni de la obra resultante ni de sus fuentes de inspiración. Como todos los surrealistas, movimiento en el que tuvo un pie, Magritte se dejó cautivar por los descubrimientos de Freud y por el desarrollo de la parte onírica, es decir, por la idea de imponer la razón a la película de los sueños. La figura del demente está presente en su obra y en ella se aprecia la duplicidad, el cuerpo que se evade y toma forma aparte, se ilumina de otro tono. Trata de interpretar sus sueños entre los objetos. Se podría decir, por tanto, que en este sentido es uno de los artistas que llega más lejos: no se limita a plasmar la textura onírica o las formas que la representan, sino que busca el salto de la conciencia entre uno y otro estado, el recorrido —de nuevo los versos de Carnero— entre la realidad y su imagen onírica.

En sueños se aparecen palabras también, y si permanecen, si uno alcanza a tomarlas de la mano ante el río que fluye, son un regalo. «Embeleso» es la otra a la que quería referirme, pero es tarde ya, la hora casi de acostarse, y en verdad son tantas que lo mejor sería referirnos a ellas como una fuente de deseo. En sueños se dejan armar y desarmar, para moldearlas luego en ese juego lingüístico que es la escritura, un juego de normas estrictas en el que uno prueba a atravesar, mediante las palabras, las mismas puertas que Magritte esboza en sus lienzos. De ellas estoy siempre hablando, aunque no lo parezca. Son el medio para la creación y, al fin, la comprensión.