En caravana
Todas las semanas sale en prensa la correspondiente lista de ventas, en las modalidades de narrativa, ensayo y poesía, aparte del formato de bolsillo. Parece mentira que esto sea tan real, pero lo es, claro, y además es la piedra de toque en que no pocos escritores y editores miden su éxito. Otros no pueden soñar siquiera con asomarse a los últimos renglones de tales listas; están en la caravana, y no de camino a un lugar de asueto, tal como en fechas recientes estarían no pocos ciudadanos, sino en la caravana que va de la imprenta al lector. Los tramos a recorrer son varios y la transparencia en que algunos libros caen la explica cualquier traspié en alguno de estos tramos. Junto con la distribución, la difusión es quizá el más importante, ya que facilita las cosas y evita pesadas justificaciones. ‹‹Denle una oportunidad a este autor, y a ése, y a ése…›› ¿Y quiénes son? ¿Dónde están?
‹‹Yo me encuentro felizmente exiliado en el escritorio de mi casa››, decía Matías Correa en una entrevista reciente. Ah, el exilio interior, bendito exilio, fuente de inspiración y en algunos casos de prestigio; hay quienes hicieron del exilio y el desarraigo su bandera, y no les fue mal, o al menos no tan mal como a otros autores, que sólo pudieron sacar de su aislamiento el olvido de los demás. Las redes sociales ayudan hoy día a que tales aislamientos sean menos un aislamiento, sino una reclusión, un espacio de silencio desde el que dar aire al pensamiento.
El narrador español Miguel Ángel Hernández tuiteaba este verano: ‹‹Por fin internet en casa. Ya somos personas››, un mensaje a todas luces irónico, que sin embargo da cuenta del sentimiento actual. La libertad nos hace personas, y hoy día la libertad se camufla en internet y las nuevas tecnologías, redes sociales incluidas, donde se anda igual en caravana. La facilidad para acceder a ellas es grande, igual que para salir a la carretera o para llevar un texto a la imprenta, pero una vez ahí, con el perfil creado o el libro en las manos, la dificultad para tener eco es similar a la de llegar a la playa un primero de agosto, una vez enfilada la autopista. En el mejor de los casos, uno se encuentra en la caravana con la muchacha del Dauphine, y hablando con ella, que si su coche es más bonito que el propio, que si en aquellos años los coches eran una maravilla, uno descubre que la muchacha está de vuelta, que no va, sino vuelve de la playa, y que todo es una confusión, acceder a las redes sociales como publicar un libro sin editor (con él también) o enfilar rumbo a la playa.
En la caravana, entre los cientos de coches parados, aparecen las monjas del 2HP, todavía ellas; el hombre pálido del Caravelle; el ingeniero del Peugeot 404, con un modelo tal vez renovado; el matrimonio de felicidad avícola del 306 con su hija, justo detrás del Dauphine de la muchacha. Éstos dan la impresión de ir, pero en alguna rotonda previa a la autopista habrán tomado la dirección equivocada, metiéndose en la caravana de vuelta en vez de la de ida. Parados todos, no obstante, la conversación se da igual en un sentido que en otro y podría decirse que sendas caravanas son al fin y al cabo la caravana. Sólo los que tienen una buena posición en las redes sociales pueden dar cuenta del suceso —el ingeniero del Peugeot 404, por ejemplo—, hablar con otros conductores atascados en lejanas caravanas, compartir lamentos y establecer algún tipo de criterio sobre la cuestión. ‹‹Saldrá el caballero del Porsche en busca de alimentos, lo que nos dará para las próximas veinte horas, y haremos de esta caravana un feliz encuentro.››
El matrimonio avícola no lo puede creer, verse en semejante atasco, cuando ellos… ¿Y la niña? Que el señor del Porsche no olvide traer buenos alimentos para ella. Las monjas del 2HP se hacen bien a la idea, en cambio, con serenidad, y también la muchacha del Dauphine, quien distrae la caravana con su alegría. Trae frutas en un capazo y tiene buena conversación. El ingeniero le saca una foto para compartirla en las redes sociales y demostrar el buen ambiente que hay en su caravana. ‹‹También traigo libros —dice ella—, si alguien quiere…›› Cualquier cosa es buena con tal de no llevar la cuenta del tiempo, puestos a esperar en el infatigable misterio de la caravana, y un libro, por raro que a algunos les parezca, es preferible a estar pendientes del reloj.
El matrimonio avícola muestra cierto interés, de puro aburrimiento, a diferencia del ingeniero, pendiente de las redes, e igual que las monjas, hartas quizá del credo. Entonces es cuando se acerca el hombre pálido del Caravelle, despreciando a unos y a otros, derecho hacia la muchacha del Dauphine y sus libros. ‹‹¿Me permite, señorita?›› Su corrección es pálida igual, aunque en seguida se aprecia el dominio de los libros. Es librero, dice, y con lo atascado que está el mundo, qué idiota fue…, cómo no previó esta caravana y se llevó algún libro.
‹‹Pero va todo tan rápido, señorita: éste de Matías Correa, por ejemplo, un libro excelente, recién editado y sin embargo ya tuve que devolverlo. Las novedades nos colapsan.›› La muchacha del Dauphine, que lo ha leído estos días en la playa, lee unas palabras de Correa que subrayó: ‹‹Resulta atractiva la posibilidad de habitar otro mundo, distinto al fáctico que nos toca vivir.›› El hombre pálido dice: ‹‹Atractiva no, necesaria.›› Cuenta también que los buenos lectores deben estar muy atentos, casi en el momento en que el libro llega, lo coge el librero, lo recoge para su muestra, como en un baile sureño, y ahí ya tomarlo, antes de que el siguiente libro pueda pisarlo. ‹‹Los libros van igual en caravana —dice—, esto se sabe. Sólo ciertos autores, como Julio Cortázar o Rosa Chacel, por su prestigio, y los que conforman las listas de ventas, tienen margen para permanecer en los estantes.›› A la muchacha le entretiene tanto la conversación del hombre pálido, que lo invita a sentarse en su bello Dauphine. Quiere saber más. Que le cuente, que le cuente. Para ella, después de todo, esta caravana es casi el ideal que el ingeniero se esfuerza en mostrar en las redes sociales.
Escrito por Juan Bautista Durán