El paladar de Saturno

El paladar de Saturno

Por Jordi Dalmau y Lídia Górriz

1

En un rincón del taller quedaban los restos de piezas y caballetes abandonados. Mashi había dejado la pintura para llegar más sensualmente a los volúmenes, las palpables carnes frondosas, las sinuosas líneas corpóreas. Algo tangible, soportable, humano. Pero necesitaba más. El color sólo le sugería el irreal tono de la carne y ya no lo soportaba. Quería palpar el cuerpo, su cuerpo y el de los demás.

Sus conocidos le indicaban lo que no debía hacer. Las apetencias deben controlarse y no fomentarlas, le explicaban sus padres ahora que, decían, aún era posible. Pero ella insistía en leer textos complejos para su temprana edad. Y de aquellas figuras voluptuosamente quietas que observaba, algunas parecían hablarle, no todas, sólo algunas que le decían cosas y prendían en ella un presagio.

2

El barro ocre la llegó a proteger y le devolvió más tarde la sorpresa que había observado de niña, pese a no comprenderla todavía. La nada blanca con sus ojos pequeños la miraba y ella sonreía tranquila.

Tenía un ansia devoradora y, como A.G.[1], poseía un pequeño taller atestado de cosas. Todas útiles, todas importantes, esenciales y únicas. Diarios de varios años, recortes de prensa y revistas; la última comida del perro, lápices de diferentes tamaños, carboncillos tiznados, ropa variada en bolsas, cajas vacías y medio llenas; plásticos para tapar las formas, trapos blancos y sucios para dejarlas humedecidas; algún corcho de vino que se reproducía por los rincones, un jabón inexistente, cosas encontradas en la calle, recuerdos de la infancia, la adolescencia y la adultez; esperanzas dejadas en el suelo, facturas del año mil novecientos noventa y nueve.

Había también unos cuantos libros o catálogos, donde se leía su nombre, Mashi, y su estelar aparición en un dominical de gran tirada donde se la presentaba como la gran revelación de los «artistas evolucionados». Éstos debían su calificativo a la distinción que hizo Walter Fegh entre la última generación de artistas en constante deriva especulativa.

El arte, y sobre todo el volumen, eran para ella un fenómeno o la conclusión de su vida, y atribuía a sus esculturas el carácter de fetiches dimensionados. No era tan importante la obra, cuanto la falsa realidad que aportaba o lo que le sugería mentalmente. Jugaba, entre unas obras y otras, a identificarlas, resultado agónico de su iconografía.

3

Los modelos libres fueron sustituidos, y cambió por tanto su sistema, no por la falta de recursos sino por los encargos que estaba recibiendo. Cada vez más y más. Optó por hacer una copia del modelo original y crear un doble que podía transformar a voluntad. Estos dobles los guardó durante años, dedicándoles no pocos cuidados: los regaba y les tapaba las extremidades, narices u orejas, así como la extensión de las manos, siempre tan frágiles.

Ya en esos tiempos deseaba experimentar con los dedos húmedos, que extraía con precisión quirúrgica e intercambiaba en otras posiciones para reforzar su expresión. Guardaba esos dedos en unos recipientes envueltos y mojados en una solución hidroalcohólica que habría de mantenerlos en perfecto estado.

Su trabajo era pródigo de alicientes, propio de quien vive sin excesivas preocupaciones. Vio justificadas tales pretensiones en la medida en que su creatividad cambiaba día a día las diferentes partes que reproducía, permaneciendo éstas en su punto de humedad. Esto facilitaba los implantes. Había resultados casi definitivos, sobre todo aquellos que poseían una gracia especial: sus dimensiones, su naturaleza callada pero atenta, su comunicación directa o su cariño y atracción intrínsecas. El género no importaba, ni la edad, tan sólo su empaque externo, que ella denominaba «el chasis espiritual verdadero».

Hizo que los encargos remitieran, cansada de que interrumpieran su búsqueda. Poseía ya un notable fondo de material para trabajar a voluntad y, además, sus recursos económicos venían siendo los suficientes para vivir. Más o menos, como lo que había leído del primer A.G. De él vislumbró o le pareció intuir el porqué del tamaño reducido de su estudio, la delgadez de su estilo, así como sus hábitos nocturnos y sus frugales comidas. Fue un anuncio fugaz en su instintivo cerebro.

Mashi entiende que su arte será para ella, tan sólo para ella, pura satisfacción y una dura batalla para que aquellos cuerpos cobren vida.

4

La noche anterior, acostumbrada a los horarios nocturnos, trabajó hasta altas horas de la madrugada y cayó dormida en el suelo. Despertó pasadas las cuatro de la tarde y, con los ojos todavía entrecerrados, le asaltaron serias dudas. Creyó ver un modelo posando. Y medio enloquecida, le habló. No era un ser real. Llegó a pensar que algún modelo conocido había entrado para darle una sorpresa. En otras épocas ocurrió algo parecido y, vencida por el sueño, no había oído nada.

Las condiciones del barro, la calidez de las formas, el color y el espíritu le hicieron pensar que, por primera vez en su vida, había conseguido algo grande, inmenso, supremo. Pasada la primera impresión, y en homenaje a A.G., se preparó dos huevos duros, que comió seguidos de jamón y pan. Recordó el vino tinto, el café, del que se sirvió cuatro tazas, y salió a comprar una cajetilla de cigarrillos. Fumó de manera compulsiva, pensando en él, en el estudio y en lo que acababa de realizar.

De vuelta tuvo que mirar si aquello era cierto. Y no sólo lo era, sino que comenzó a hablar con la figura, asombrada y excitada. Le explicó que por primera vez estaban juntos. Y haciendo lo posible para que volviera la calma, sentada ella, empezó a actuar como si estuviera poseída. Repetía gestos, movimientos, combinaciones con aquel barro y su mano, su cuerpo. Estuvo en ésas hasta la madrugada, cuando, agotada, se tumbó en el polvo y cayó dormida.

A las dos del mediodía, agitada, comprobó lo realizado la noche anterior. No había sucedido nada, era un buen intento, pero no era aquello. Algo no concordaba con lo esperado y frustró su alegría inicial. Sabía que era imposible, en realidad. Ya lo soñó y la premonición era fundada. No, no… no era eso.

5

Aquella tarde no paseó, no comió, no durmió. Tan sólo bebió, para acabar durmiéndose de nuevo. ¿A eso se referían sus padres cuando le decían que las apetencias deben controlarse y no fomentarlas? Ya era tarde, en cualquier caso, sentía el cuerpo a años luz de su alma, y al despertar, casi soñando, comprobó que había realizado un esbozo de la mano tan real como la primera noche. La tomó por los dedos y se la introdujo en la boca, chupando la masa, deshaciéndola y tragándosela, hasta disolver los dedos.

Luego escupió la masa que le quedaba, perpleja, y volvió al café. Tomó la suficiente cantidad como para quedarse despierta y repasar lo que había hecho. Repitió mil veces la secuencia, rememorando con claridad algunos instantes. Su antropofagia, que no le disgustaba, era idéntica a lo que hacía al desmembrar las piezas y guardar los dedos en el recipiente, para intercambiarlos más tarde. Aquello era natural y tenía cierto parentesco con el suceso anterior. No era igual, pero le había gustado. Estaba bien, era lícito y ya no tenía hambre. Tan sólo sed y ganas de volver a fumar.

6

Compró más pan y jamón, vino y huevos. Al principio fue el vino, no obstante, hasta perder el estudio de vista. Las imágenes se agolpaban en su imaginario, bailando entre maderas y figuras. Escuchaba música en su interior y un ardor simiesco incontrolable. Bailó y bailó creyéndose un dios, una heroína, una adelantada, topando al fin con la realidad y la dureza del suelo, un golpe que al día siguiente se reprodujo en un fuerte dolor de cabeza. Había dejado un rastro de sangre en el suelo. Tenía una herida no muy profunda en la frente.

Vio cómo había mordisqueado su primera obra, aquella que tan real le pareció. Había toqueteado también algunas imágenes de otros meses, a las que faltaban pequeñas fracciones. Seguía sin tener hambre, pero se obligó. Masticó lentamente y, lentamente, notó que estaba mareada. Cayó y vomitó. Había a su alrededor un charco de barro rojo y canela mezclado con los últimos alimentos. Su mono de trabajo estaba impregnado de algo parecido a la solución hidroalcohólica que utilizaba para conservar los dedos.

Tuvo que darse un paseo, uno largo, le vendría bien, salir y buscar quién era esa Mashi que ella misma había fomentado y que ya tan irreal le parecía. Pasó cerca de varios automóviles, coches y autobuses, motos, hasta alcanzar la estación de tren. Compró allí un billete a un lugar que conocía, un lugar de infancia. El tren la dejaba cerca.

7

La pequeña cabaña era todo lo que necesitaba para reencontrarse y pensar. Veía el agua de un riachuelo cercano y estaba rebosante de felicidad, los días pasaban tranquilos. No entendía cómo podía ser tan feliz. Se alimentaba de forma regular. La bebida, el café y los cigarrillos pasaron a un segundo plano. Solía darse un paseo hasta el pueblo más cercano, donde conoció a un hombre de carácter plácido, de buena conversación, ajeno a las costumbres del lugar. Mashi se sentía contenta, pese a no estar muy segura de lo que le ocurría. Pensó incluso en invitar al hombre a su casa taller, una vez se hubiera recuperado del todo. Pero ¿era la idea de volver a pensar en su trabajo lo que la ponía contenta o más bien la de invitar al hombre? La cabaña le recordaba también a sus padres, al primer momento de todo, esa falsa seguridad que nos obnubila y hace que mordamos, inconscientes, la primera tentativa que la vida nos ofrece. ¿Por qué había mordido aquella extraña manzana? Notaba su sabor a barro y el incipiente conocimiento de que ingería vida, aunque fuera amarga. La del arte, dijo el hombre, debe de ser la manzana donde están todos los sabores.

No era sólo eso, claro. Las ideas iban y venían, más cercanas cada vez a su nuevo paisaje. El riachuelo llenaba las sombras de la cabaña, así como la felicidad tomaba distintos tonos Pantone o brotaba en el silencio la voz del hombre. Su entusiasmo, el de Mashi, experimentaba pulsiones diversas, todas en un bucle extraño e irracional.

Poco a poco le molestó comer, sin embargo, no lo necesitaba, y a la vez le irritaba pensar en el barro. Era un pensamiento infecto, estaba allí. Lo rechazaba tajantemente. Quería volver y verificar. Y convenció al hombre para que fuera con ella. Habría de acondicionar un espacio para él, esperando que la visión del taller, la casa llena de trastos que ya ni recordaba cómo habían llegado, no lo abrumaran ni lo echaran para atrás.   

8

Algunas creaciones tenían un aspecto magnífico, parecían embeberse del optimismo de su viaje. El taller volvió a resplandecer con su llegada. Al hombre le pareció Mashi una gran artista, así se lo dijo, para timidez y estremecimiento suyo. Ella trabajó mucho en las primeras semanas, sentía una energía maravillosa, la fuerza para llevar a cabo cuanto tenía en mente. La tomaba él de la mano: compartían la creación de la misma manera que los paseos.

En esos días Mashi descubrió un volumen medio tapado en su taller. Le causaba una extraña atracción, propia de aquellas figuras voluptuosamente quietas que años atrás observaba. Algo estaba sucediendo, no tardó mucho en entenderlo. Notó en su boca el sabor de la arcilla, el líquido que bajaba por el exterior de su cuello y más tarde por su garganta, regando el interior de su organismo. Tendría que limpiar su camisa mojada, porque ya no estaba sola. Debía secarla, no había sido nada…

9

De vuelta de uno de sus paseos encontraron el estudio revuelto, como si alguien hubiera entrado. Había caído un viejo recipiente con dedos envueltos en formol, mientras que otro estaba roto en el suelo y el líquido empezaba a evaporarse. El hombre se excusó, dijo que quizá había sido él, que salió el último y lo hizo con prisas. Quizá había rozado el pequeño mueble sin darse cuenta, dio a entender, un accidente, eso lo explicaría todo, aunque lo cierto es que tampoco oyó el ruido de nada cayéndose. No te preocupes, dijo Mashi. La preocupación, ya hacía días que había anidado en ella, era suya.

Esa noche se levantó inquieta y fue al taller, donde estaba el resto de las figuras. Al ver los dedos esparcidos se quedó ahí, paralizada, confundida tal vez, y con el pulso titubeante empezó a engullirlos uno a uno. Los encontró bien de sabor y notó cómo el improvisado festín le sentaba bien. Había vuelto a comer aquello que vetó, pero no se sentía mal con el resultado del banquete. Tampoco tuvo complicaciones, ningún vómito, nada, de verdad, nada extraño. Se preguntó entonces por qué no, ¿cómo no iba a probar unos bocados tan exquisitos, con un olor a arcilla tierna tan destacable?

Olió al hombre en la cama, antes de que se despertara. Le había rociado un brazo y la mano con su dilución favorita. El formol es otra historia. Notó que lo quería. Y así dormido le resultaba más apetecible aún. Pero la dilución hizo que el hombre despertara, presa de unos ardores que le abarcaban la mano y parte del brazo, un dolor que la abrasaba la piel y que fue sangre también. Pegó un grito al verlo, horrorizado el hombre, sacudiéndose el sueño con la misma prontitud que tuvo para largarse. Nunca más regresó.  

10

Mashi siguió trabajando. No quería pensar en otra cosa que en el acto de crear y engullir, especificando qué fragmentos eran más propicios y aptos para su organismo. Creaba cada día maravillas y masticaba hasta el agotamiento. En momentos rememoraba los tiempos de la cabaña, el pueblo, el riachuelo, su amigo… Y no entendía cómo no echaba en falta aquel limo creador, aquellos fragmentos, aquellos cadáveres exquisitos, aquel producto único. Su propio cuerpo ofrecido a esta epifanía y al hambre de Saturno.

Otra idea tomó fuerza en su cabeza e intentó extraer su propia costilla para crear un nuevo ser. Lo intentó atrozmente y, en su debilidad creciente, entre delirios de dolor e inconsciencia, desistió. La oscuridad iba en aumento. Y desde el suelo, revisando con esmero su laboratorio, creyendo comprender a A.G., pudo decirse con certeza por qué su estudio era tan pequeño y sus hábitos alimenticios tan austeros, por qué su necesidad de horarios nocturnos, tan prestos a ensoñaciones, así como la esbeltez de su estética. Pensó en su humanidad. Se esforzó y comió lo que comió. El éxtasis le había revelado la proximidad a lo divino.

En la autopsia el diagnóstico describía una hemorragia interna, aunque se resaltaba una cirrosis creciente que habría acabado también con su vida. Nunca pudieron saber, debido al desorden y las mutilaciones realizadas, que aquel intento anduvo tan cercano a las ideas Alfa y Omega.


[1] Alberto Giacometti