El maestro y la relectura
Por Juan Bautista Durán
De «releer» dice el diccionario de la RAE que es la acción de leer de nuevo o volver a leer algo, y da como sinónimos «repasar» y «revisar». En este punto parece que los académicos se quedaron algo cortos, pese a la necesaria concisión de los diccionarios. Va más allá la acción de releer, y uno, a riesgo de sonar redicho o aun afectado, se atrevería a apuntar como sinónimos los verbos «recuperar», «recordar» y «revivir».
Vuelvo una vez más al capítulo trece de la novela de Mijaíl Bulgakov El maestro y Margarita, titulado ‘La aparición del héroe’, en el cual leemos que «por la ventana del balcón se asomaba con cautela un hombre de unos treinta y ocho años, afeitado, moreno, de nariz afilada, ojos inquietos y un mechón de pelo caído sobre la frente». La impresión que estas líneas producen en el lector, tras los extraños y alocados acontecimientos a los que viene asistiendo, es como toparse con la cruda realidad, el lugar del crimen. Uno puede pasar por delante de ello miles de veces que no dejará de impactarle. El lector va a asistir nada menos que al encuentro entre dos enfermos de literatura, dos almas tan pronto aturdidas como evanescentes, pícaras, conscientes de la magia y la fuerza destructiva de la literatura. «Salí con la novela en las manos y mi vida se terminó», dice el maestro, cuya aparición en el capítulo trece no pudo ser en vano.
Lo fácil es que estos detalles pasen desapercibidos en una primera lectura e incluso que este capítulo no cobre a ojos del lector la importancia vertebradora que tiene, impactado ante el diabólico vodevil al que viene asistiendo. En ese vodevil nada es gratuito, ninguna transfiguración ni decapitación, nada, tampoco el momento en que el poeta Desamparado asume que sus versos son de poca monta. Asistimos a un duelo soterrado entre narrativa y poesía, Pushkin mediante, en el que todo un orden social queda en tela de juicio. Son muchos los elementos que ahí entran en juego, y su relectura, la vuelta años después a su universo —lo mismo que a cualquier otra obra de relieve—, no sería justo llamarla revisión o repaso. La relectura conlleva también una capacidad de sorpresa, respecto al texto y respecto a uno mismo, lector, mientras que la revisión o el repaso tienen que ver con algo funcional y casi inmediato.
Basta con recordar el aserto barojiano, según el cual a partir de cierta edad uno prefiere releer a leer. Esto significa volver atrás en el tiempo o, mejor aún, una medición de éste, en tanto que al volver sobre ciertas lecturas recuperamos sensaciones pasadas, cotejamos la mirada de quienes fuimos con la de quienes somos ahora. ¿Qué vemos hoy ante una misma palabra? Al leer, al avanzar en la relectura, no es raro que nos despojemos de una piel vieja a la manera de los reptiles, una piel hecha de impresiones que ya no van a ser las mismas y dan cuenta del camino realizado. Es más notoria esta sensación en novelas largas y de enjundia como El maestro y Margarita, para las que no siempre tenemos el tiempo ni el ánimo debidos, menos aún ante el alud de novedades y tentaciones en el que vivimos. Releer es, por tanto, una manera de hacer frente al frenesí contemporáneo, una redoblada abstracción, por la lectura en sí y por echar la vista atrás en el tiempo.
Uno es aquello que hace e hizo, y si bien no podemos volver a determinados lugares y ni mucho menos llevar a cabo ciertos actos, deshacerlos y llevarlos a cabo de nuevo, sí nos podemos asomar a las páginas de un libro leído y redescubrir, recobrar el eco de sentencias como ésta: «Me parecía que los autores de los artículos [sobre su novela] no decían lo que querían decir y que su indignación provenía de eso precisamente.» Después, cuenta el maestro, empezaba la etapa del miedo. «Me acosté sintiéndome ya mal y desperté enfermo del todo. De pronto me pareció que la oscuridad del otoño iba a romper los cristales, a entrar en la habitación y que yo me moriría como ahogado en tinta. Cuando me levanté era un hombre incapaz de dominarse. Di un grito y sentí el deseo de correr para estar con alguien, aunque fuera con el dueño mi casa.» ¡Morir ahogado en tinta!, dice, para requerir en seguida la compañía de alguien, quien fuere, y así salir de la propia ficción.
«Odio la novela y tengo miedo. Estoy enfermo. Tengo miedo», concluye el maestro más adelante, trasladándole al lector un miedo que supone varios saltos diegéticos de golpe. Conviene revisar esos diálogos para apreciar su hondura, sus matices, pero mejor aún es darse a una relectura de la novela, dispuestos a entrar con viveza en su diabólico planteamiento.
Tantas veces sabemos que leímos tales libros y sin embargo no tenemos claro qué sacamos de ellos, con qué nos quedamos, si es que con algo nos quedamos. Y la relectura pone en evidencia tanto nuestras lagunas pasadas como aquello que aprendimos. El cuento y la poesía son los géneros que más se prestan a ella, dada su brevedad y concisión, por la manera en que pueden agarrar y sacudir al lector una y otra vez, mostrándole sus distintas caras. Las de la obra literaria y las del propio lector. Es ahí por lo tanto, en la relectura, como en un rearmarse o reenamorarse, donde la obra literaria cobra mayor peso y el lector se hace crítico, distingue de veras el valor —en esencia— de la literatura.
© de la imagen: Calmado, de Vasili Kandinsky, 1930