Desglose apátrida

Desglose apátrida

Por Juan Bautista Durán

Libro subrayable como pocos, en Prosas apátridas dio Julio Ramón Ribeyro una humilde lección de lo que pudiera ser una obra ajena a todo género y a su vez accesible y pungente. Claro que no se trata de sumar alabanzas en este blog a un título prologado y glosado por voces de mayor enjundia y autorización, las que, con toda razón, aluden al precedente baudeleriano de El spleen de París, a esa ciudad como capital de la literatura peruviana y a Ribeyro, nacido en 1929, como el mejor autor decimonónico del Perú. Se trata nada más que de traerlo al presente, de recordar a un excelente cuentista y diarista, capaz de crear una voz propia sin adherirse a los movimientos literarios de su tiempo —las vanguardias, en su caso, de las que se reía al considerar la vanguardia un término propio del arte de la guerra[1]— y de hacerlo además sin molestarse demasiado en hacerse notar. Por eso decíamos lo de «una humilde lección», con su permanente tentativa del fracaso, tal como dio en titular sus diarios.

         En ellos hizo hincapié en la confusa frontera que separa los géneros literarios, lo que no pocas veces obliga a catalogar una obra por el mero hecho de clasificarla o etiquetarla —término moderno—, cuando «toda obra literaria es en realidad un contínuum». En ese punto se fijan sus Prosas apátridas, textos en busca de género y por eso apátridas. Juntos dan lugar, tal como él ansiaba en la entrada 149, a un libro «que sea (…) manual de sabiduría, una fuente de regocijo, una caja de sorpresas, un modelo de elegancia, (…) un regalo para los estetas, un enigma para los críticos, un consuelo para los desdichados y un arma para los impacientes. ¿Por qué no escribirlo?» Se pregunta también cómo y por qué, preguntas que quedan resueltas en el propio libro y que hoy día, en los actuales tiempos de hibridación y mezcla, poco secreto entrañan.

         En sus páginas encontramos a un Ribeyro sutil, que se pretendiera aforístico pero va más allá, que rehúye la entrada diarística y sin embargo crea una atmósfera similar. Habla de los pequeños defectos que nos pierden, de la moda como disfraz colectivo o de la duda en tanto que signo de inteligencia; de la diferencia entre el amor y la amistad, de la fuerza de los instantes perfectos o del peligro de los ideales, sobre todo cuando tienen que ver con… ¡la escritura! No son pocas las entradas que dedica al arte de la narración, y en verdad, del mismo modo que se pueden tirar líneas entre estas prosas y sus diarios, las hay también que se comunican con sus cuentos. Y no sólo hablamos de una mirada común, de una forma de razonar que se diría pareja a la de algunos personajes —la miseria del fracaso como virtud—, sino a las herramientas propias del escritor. En este aspecto, dice admirar a los artistas que crean en el sentido de su vida y no contra ella, tal como hace él, asegura, cuyo «acto creativo está basado en la autodestrucción». Y añade: «el párrafo que uno escribe se convierte en el depositario de nuestro ser, en la medida en que implica el sacrificio de nuestro ser».

         Más próxima al acto creativo, merece especial atención la entrada 83, que inicia con una suerte de definición del arte del relato. Esto es, «sensibilidad para percibir la significación de las cosas». Y procede con el siguiente ejemplo: «Si yo digo “el hombre del bar era un tipo calvo”, hago una observación pueril; pero puedo decir también: “Todas las calvicies son desgraciadas, pero hay calvicies que inspiran una profunda lástima. Son las calvicies obtenidas sin gloria, fruto de la rutina y no del placer, como la del hombre que bebía ayer en el Violín Gitano. Al verlo, yo me decía ¡en qué dependencia pública habrá perdido este cristiano sus cabellos!” Sin embargo, quizá en la primera fórmula resida el arte de relatar.» Es un ejemplo muy claro, patente, de la poética del autor, exagerada para el caso con una hipérbole de la que a buen seguro él mismo habría sacado algún complemento para superar la puerilidad de la primera sentencia. Percibir la significación de las cosas, tal como reza su definición, contiene también la idea de medida, es decir, quedarse con aquello que es de veras significativo, tanto para el hecho relatado como para quien lo está narrando. A lo mejor el segundo ejemplo no casaría mal en un narrador excesivo, medio etílico, capaz de acercarse a continuación al sujeto calvo y darle una colleja de bienvenida al Violín Gitano, diciéndole «alegre la expresión, compadre, vea usted el lado positivo: ya no puede perder más pelo».

         Esto encaja mal en un personaje riberyano, que si acaso sería el calvo, pero la sequedad de la primera sentencia tampoco es muy propia de él. Se queda corta, interrumpida y carente del punto sugestivo e irónico que lo caracterizaba. Y es que el arte de narrar no es sólo uno, como tampoco lo es el arte de la guerra —ay—, sino que varía y se basa en su desarrollo. Lo que es a todas luces riberyano, eso sí, es el origen de la calvicie. ¿En qué rutina habría perdido el pelo el hombre aquel? A partir de ahí, de ese cuestionamiento en apariencia insignificante, el relato nace y habrá de avanzar quién sabe si hacia un territorio con fronteras definidas o hacia uno mal delimitado, apátrida.


[1] En Dichos de Luder.