Cercana metáfora

Cercana metáfora

Por Juan Bautista Durán

¿Si yo fuera un libro, me preguntan, qué sería? Es tan vaga la idea como amplia su respuesta, y es curioso que me lo pregunten ahora, en esta situación de completa incertidumbre en que tan poca cosa somos, ahora que el virus nos tiene en jaque y convertirse en un libro puede leerse como una escapatoria. No me preguntan qué libro sería, cuidado, no un título o un género, sino un cuerpo. Quieren que me abra en dos y muestre mis tripas y a través de ellas mi funcionalidad, que luego las meta otra vez para dentro, las ponga en su sitio y luzca para los demás mi rostro bravo o espléndido; es decir, que sea en las cubiertas una fiel imagen de mí mismo. Pero sin título, sin dar mi nombre. ¿Se imaginan que esto sea posible?

Si yo fuera un libro sería una fracción relajada pero intensa de tiempo, sería casi como un reloj pero sin cronómetro, porque como parte del tiempo quisiera integrar esa que se sale del propio tiempo. No vengan con prisas a revolverme las tripas; vengan a perderse en ellas como a un palacio vacío, vengan a errar en ellas como en las estancias de ese palacio donde todo está por descubrir pues la vacuidad es sólo aparente. Siempre lo es, pero más aún en el libro que yo quisiera ser. Por supuesto que sería cosido, todo mi interior cogido con hilo, para tener donde agarrarme y en un momento dado coserme de nuevo. No son ínfulas palaciegas, sino meros principios de calidad. El papel, ahuesado y de ochenta gramos —salvo que me quisieran breve, acaso de poesía, entonces mejor darme algo más de volumen con uno de noventa gramos—; las cubiertas, blandas y con solapas, manejables, para facilitar la lectura y el traslado, si es que a quien me tome le gusta llevarme en autobús o leerme en el parque, en la terraza de un bar o en la sala de espera del médico.

No me molesta que me saquen a tomar el café, al contrario. Es bueno airearse y de pronto, si usted está hablando con la señora sentada a la mesa de al lado y sopla un poco de viento, dejar que las páginas se alboroten y me quede espachurrado como al sol de una playa caribeña. Las palabras se doran, parpadean entre sí antes de reordenarse en la sombra. Tienen miedo de que otras más modernas y a la moda, es decir, muy fijadas al tiempo, las vuelvan obsoletas y fuera de lugar, las acaben sustituyendo. Por eso no quiero ser un libro demasiado anclado en el tiempo ni a una determinada expresión, sino más bien al margen de ello, un libro que sea como un río y sepa nadar y guardar la ropa al mismo tiempo. El agua es el peor enemigo de los libros, de sobra lo sabemos, por más que la historia bruta de la humanidad esté repleta de hogueras en cuyo centro arden papiros y manuscritos y libros en la forma que hoy día conocemos y en la que me destacaría si yo fuera uno.

Dalmau & Górriz dicen al respecto que, en tal caso, ellos serían una biblioteca y a su vez el camino hacia ésta, fieles a la idea borgeana de que el libro debe encerrar en sí mismo la posibilidad de una biblioteca y de que no se concibe ninguno sin la presencia de los libros que lo precedieron y, en mayor o menor medida, propiciaron. Quieren decir con eso que el ideal —¿y que busca sino el ideal la pregunta en cuestión?— es un libro que contenga todos los libros, uno que se pueda leer en distintas direcciones y en cada una dé una respuesta a las demás posibilidades de lectura. Por eso ellos crearon al lanzador de libros, y por eso yo, si fuera uno, quisiera que el lanzador me arrojara desde el monte o desde la plaza del pueblo a las manos de nuevos lectores, de tantos lectores como sentidos tiene mi historia. Si fuera un libro, sería cercana metáfora. Y sería silencio también, un diálogo callado entre quien me sostuviera y los personajes, argumentos o narraciones que tiran de una página a otra.

Si fuera un libro sería muchas cosas a la vez, eso también lo digo, porque toda escritura se dirige de algún modo a la parte desconocida que hay en nosotros y que más difícil es de alcanzar. No basta con un solo libro. Nunca se sacia nuestro lado desconocido, acaso ignoto —ésta sería la palabra justa—, más lejos cuanto más creemos acercarnos a él, por muchos avances que realicemos. Lo alimentamos, esto es, le damos forma. Así crecen los catálogos editoriales, buscando primero un motivo, unas voces que rodean un mundo, y enseguida, lejos de cercarlo, lo amplían, traen el eco de otras voces que son ése y otro mundo y nos demuestran que no hay historia sino su multiplicidad.

Si fuera un libro, en fin, lo sería en rústica, papel ahuesado de ochenta gramos, cosido, tapa blanca y con solapas, de un tamaño aproximado de veinte centímetros de alto y trece de ancho. Aunque eso ya lo soy, eso es en cierta medida lo que cargo en las alforjas y quiero que ustedes saquen a pasear, que lo multipliquen, imagen cristiana que pervive no por cristiana sino por necesaria, también en lo que a los libros se refiere. Ninguno tiene sentido sin el lector.

© de la imagen: Marisa Ortún