
Casi una ficción
Juan Bautista Durán
Hay quienes pretenden despedir ya el 2020, cuando es innegable que aún quedan muchas cosas por hacer, siquiera tratar de enderezar este annus horribilis. La celebración de la sexagésima novena feria del libro antiguo y de ocasión de Barcelona, en el marco de las fiestas de La Mercè, es sin duda una señal en esta línea. En Madrid hubo que cancelar la Feria del Libro, un evento a todas luces mayor, programado para primeros de octubre tras aplazarlo en su fecha habitual, mediados de mayo. Entonces estábamos apenas asomando la cabeza tras los peores momentos de la pandemia, que no cesa, no da tregua y aprovecha el mínimo relajamiento ciudadano para ganar de nuevo posiciones. No es una guerra, pero se le parece. No es una batalla en la que nos enfrentemos de igual a igual, por un fin similar, pero hay que actuar con tal rigor. Por eso, aunque en nuestra conciencia palpite el deseo de que este año se caiga del calendario, no es cuestión de pasar página a toda prisa. Todo esfuerzo realizado hoy, en los dos meses largos que le quedan al 2020, debe verse como un paso firme hacia el 2021, para que ése sea un año mejor. No nos podremos desembarazar del 2020 si antes no juntamos energías para que ahí se quede, en los anales de la historia negra de la humanidad. ¿Saben de algún rincón adonde la pandemia no llegara? De ser así, no lo compartan.
Para muchos, los libros hicieron las veces de ese espacio neutral, a salvo del coronavirus en todos sus niveles, ya no sólo vírico sino también mediático. No se podía mirar la tele o leer la prensa —ni se puede todavía— sin la presencia constante de ese mal que nos acecha y se mueve invisible entre nosotros, con el agravante de haber sido politizado. En los libros nos conducimos por caminos que no tienen por qué estar ligados a la actualidad, y esto es bueno, esto nos permite tomar altura y separar nuestra conciencia del presente estricto. Nos permite crear una realidad paralela en nuestra mente. «Aprender a leer es lo más importante que me ha pasado —dijo Mario Vargas Llosa—. Casi setenta años después recuerdo con nitidez esa magia de traducir las palabras en imágenes.»
En la feria del libro antiguo y de ocasión, que este año ocupó un único costado del paseo de Gracia, se sucedían los lectores y los curiosos, con menor afluencia tal vez que en ediciones anteriores aunque no sin interés. Los libreros sabrán mejor de la voluntad y atenciones finales de los visitantes, ya fuere en materia de libros o de láminas, pero está claro que un número grande de ciudadanos —de lectores— agradeció que, con los cambios y medidas pertinentes, los puestos de libros se mantuvieran en el programa de las fiestas de La Mercè. Estas ferias, así como los rastrillos o mercados de segunda mano, suelen ser un buen indicador de la salud y viveza de la literatura, tanto por la afluencia de gente como por los títulos expuestos y su permanente cambio. Lo decía el editor italiano Roberto Bazlen, gran aficionado a perderse entre los puestos de los libreros de viejo, como no pocos editores siguen haciendo. En ellos se mezcla la literatura más elevada con la más comercial, siempre más a la vista ésta, bien sea por sus colores llamativos o simple y llanamente por su cariz medio pornográfico. Estamos en un mercadillo, estamos ante un espejo de la sociedad, sólo que en materia libresca. Y lo mismo que pasan señores de roñoso gabán más pendientes de antiguos números de revistas verdes, pasa un padre o una madre con sus hijos en busca de determinado cómic o del rincón adonde otros niños van a intercambiar cromos, primer cambalache de la vida.
En la feria del libro el perfil queda reducido al libro de viejo, en cambio, en los distintos niveles que ofrece, lo que no impide que se dé una diversidad generacional. Un niño paseaba con su madre libro en mano, obnubilado él, siguiendo a aquélla apenas con el rabillo del ojo, en cada pausa, en cada momento que cambiaba de caseta. Este año la organización puso unas cintas divisorias frente a las casetas, para que los visitantes no se mezclaran con los transeúntes, además de botes de gel hidroalcohólico en cada una, y allí, en esa cinta divisoria, solía encontrarse el niño, a punto de tropezarse o de perder de vista a su madre. Parece que eso no sucedió. No debía de hacer mucho de su descubrimiento de la lectura, esa magia, parafraseando a Vargas Llosa, de transformar las palabras en imágenes. Ese placer es de veras inigualable, un acontecimiento en cierta parte del cerebro humano que no hace sino estimularse en cada nueva lectura. Entonces el niño buscó a su madre, la llamó e hizo que atendiera porque él mismo tenía una historia que contarle. «Érase una vez un niño inofensivo —dijo— a quien la mano se le hizo un gusano y se convirtió en villano.» La madre esbozó una mueca cariñosa bajo la mascarilla y miró alrededor a quienes pudiéramos haber escuchado la historia. El niño sonreía. Y ese villano involuntario del que hablaba acaso fuese por culpa del coronavirus, ya lo estaba viendo él, había llegado a través de su lectura a la esencia peor del coronavirus: nos acecha inclemente, sin saber nosotros cómo ni en qué momento se nos va a echar encima. Así es la vida, casi una ficción.
© de la imagen: ABC, 1953