
Caminaremos una y otra vez por un lugar que no sabemos
Juan Bautista Durán
El confinamiento primaveral trajo muchos subrayados, algunos de los cuales compartí en redes con quienes tienen la paciencia de seguirme. Lo hice timorato, no obstante. No tengo claro que mi precepción de la lectura, ante una frase determinada, vaya a tener el mismo filón en los demás. Y por mucho que algunos le den un «me gusta» o incluso lo compartan, lo más interesante está en pensar que ni uno ni otro, ni nadie, estamos leyendo lo mismo. Claro que podríamos citar a Heráclito y con su río poner punto final a este texto; pero eso se da por supuesto, se suma al piar de los pájaros y al suspiro del amor, siempre iguales y nunca el mismo.
Si me voy al río de mis lecturas es probable que no me sumerja, yo mismo, en las aguas de la última vez. Por eso es tan gratificante la relectura de los grandes libros, pasado un tiempo, y por eso no es raro que nos sorprendamos de los subrayados hechos tiempo atrás. ¿Qué pretendía recalcar ahí —nos preguntamos—, qué hay de destacable en eso? No entiendo, por poner un ejemplo inmediato, qué pretendía al anotarme para este texto la página 26 de El lanzador de libros, de Dalmau & Górriz, donde subrayé: «Lo mejor es vivir la vida con el paladar, lo demás es una estupidez.» O sí lo entiendo, no sé. Luego sigue: «Todos los cuerpos fermentan y huelen, no da para otra cosa. Jamás poseeremos la caducidad.»
Con la palabra impresa uno tenía la impresión de que nos acercábamos a eso, no tanto a poseer la caducidad cuanto a dominarla, acaso minimizarla. Pero la caducidad es un signo también de la abundancia, una mezcla de asco y lucidez, como diría Juana Bignozzi, con que la modernidad atajó el concepto de destino. No es que la Bignozzi dijera eso, sólo la «mezcla de asco y lucidez». El resto es mío, para bien y para mal. Sus poemas los tuve cerca durante el confinamiento, en particular los que conforman La ley tu ley, libro quizá demasiado vasto pero donde ya se aprecia su voluntad de dejar de ser trágica para ser definitiva. Los libros sucios y viejos se amontonan en sus versos, para decir, quizá trágica todavía, «otra vez caminábamos felices tratando de no mancharnos/ por ese lugar que tanto conocimos sin saber dónde estaba».
Son varios los subrayados que cruzan el libro y con los que a lo mejor podría tirar una línea de mis sentimientos al respecto, un poema nuevo, evolución del lector que en alguna página dobló el borde —¡sacrilegio!— ante la imposibilidad de marcarlo de otro modo. No es un método demasiado recomendable, aunque tampoco le vamos a negar cierto eco cinematográfico… en ese leve crujir de la página, apenas el borde, una puntita que queda metida para dentro y señala cual brújula un lugar impreciso. Allí está el norte, por ahí debe haber algo de interés.
Leo ahora: «Siempre se escribe para un fantasma/ para una cuenta pendiente u oculta/ para un fantasma íntimo y secreto/ su presencia hace a los poetas.» Estos versos de la Bignozzi los compartí en Twitter con una recepción ínfima, acaso menos que eso, casi fantasmagórica. El impacto que a mí me causaron sólo en una persona pudo reproducirse. Pero más difícil que asumir este mínimo alcance es entender la forma algorítmica y caprichosa en que estos mensajes y la información viajan por la red. Alguien podría objetar que si es algorítmica no puede ser caprichosa, y sería con razón, al menos en un primer nivel, si obviamos la parte caprichosa que el algoritmo encierra. Las etiquetas y los distintos mecanismos en que se subdividen esos sistemas no pueden salvar el lado caprichoso o aleatorio, más grande en cada nivel donde se arrastre y reproduzca un error previo.
No seremos fantasmas tal vez en esas enormes redes —dejamos rastro—, acaso arañas más o menos hábiles, caminando una y otra vez por un lugar que no sabemos dónde está. Éste es un hecho definitivo, nada trágico: avanzamos en el vacío con una voluntad ora cósmica ora egocéntrica que encuentra en la poesía un gran aliado, más fuerte aún en la que tiene un tono existencialista y en la que —caso de Juana Bignozzi— supo despojarse de la puntuación para volverse más etérea. Es el vacío lo que determina los tiempos de lectura, no los puntos y las comas y sus sucedáneos, herramientas más terrenales que la palabra misma y que, al parecer, son más útiles en la trastienda de los algoritmos infinitos.
En las sociedades más pragmáticas y avanzadas, de idiomas sin tildes, van camino incluso de ponerle a la coma fecha de caducidad. Algunos se quejarán, yo mismo lo haría, yo que veo en la coma una bisagra y soy más terrenal que todos los signos de puntuación unidos, pero será una oposición difícil ésa: a una sociedad obsesionada con algo no se la frena con buenos argumentos, ni siquiera ante su propio desamparo.
Juana Bignozzi, traductora además de poeta y de quien este año se cumplieron los cinco de su muerte, prescindía en su poesía de la puntuación porque tenía un absoluto dominio de ella, había pasado por todos sus niveles hasta alcanzar esa perfección etérea donde escondía sus miedos y sus secretos. Seamos con ella, pues, y sin olvidarnos de Dalmau & Górriz y otros tantos subrayados, seamos ese fantasma invocado —decía—, cuenta pendiente u oculta que nos hace falta resaltar. Nos da el tono, nuestra verdad.
© de la imagen: Bea Mahan