Roberto Bolaño en El Masnou
Hacia finales de febrero de 2003, cinco meses antes de su muerte, una librera de mi pueblo consiguió traer tras muchos empeños a Roberto Bolaño, para que hablara de lo que una lectora llamó, ante los treinta que éramos, «su obra». El Masnou pertenece a la comarca del Maresme, la misma donde vivía Bolaño, quien llegó puntual a la cita y esperó pacientemente a que la apasionada lectora, volcada en detalles de su biografía, terminara la presentación del autor.
Para empezar, Bolaño dijo que no podía hablarse de «su obra». Muchos críticos tendían a hacerlo, a hablar de su obra, pero cuando se dice obra, aclaró, sólo podemos hablar de escritores como Joyce, Kafka, Proust, Cervantes o Borges; no se puede hablar de «la obra de Bolaño».
La literatura es un oficio muy peligroso, dijo recordando a Pavese, porque rara vez el autor se siente satisfecho. Los verdaderos escritores están más cerca del suicidio, como muchos escritores lo estuvieron a lo largo de la historia. Era heroico quitarse la vida, dijo Bolaño, como aquellos romanos que en el siglo II consumaban su harakiri latino cuando llegaba el momento de poner a prueba su honor; pero esos heroísmos, como muchos otros, ya han pasado a la historia. Estamos hablando de cosas ideales, dijo, y el mundo en que vivimos no es un mundo ideal. Es un mundo distorsionado, perdido; es el comienzo de algo que ni alcanzamos a vislumbrar, sentenció como si ya hubiera estado de visita en ese mundo del futuro y hubiera regresado para contárnoslo. El mundo del futuro es un mundo dominado por el germen del kitsch que lleva en sí el sistema económico dominante, la globalización, eufemismo que oculta un gran abismo entre ricos y pobres.
De repente, en sus comentarios iniciales, Bolaño parecía un marxista, aunque a poco andar su visión del mundo era sobre todo la perspectiva de alguien que no estaba dispuesto a discutir demasiado, un hombre con un patente cansancio después de haber vivido mucho en sólo cincuenta años. Aún así, se adivinaba en él al fondista que corre contra el tiempo.
Cuando habló de sus raíces españolas, se animó. Habló de los Bolaño como un clan mundial, desde Galicia hasta el fútbol costarricense, y preguntó a quiénes de los presentes nos gustaba el fútbol. Dijo que un tal Bolaño de la liga ecuatoriana se parecía a su tío. O a alguien de su familia.
Habló de Bryce, de Vargas Llosa y de aquel acierto literario de García Márquez. Habló muy bien de Javier Marías, aunque también reconoció que Marías había alcanzando un punto de desquiciamiento literario. Y habló de su patria, porque yo le pregunté: ¿Qué entiendes por patria? ¿Dónde están tus raíces? Dijo que nunca se había sentido extranjero en ningún lugar, algo que no era muy habitual entre sus compatriotas. Luego citó a un escritor contemporáneo y dijo que su patria eran sus amigos y los vínculos que había establecido con los suyos allá donde iba, que el mundo no era un lugar muy habitable pero siempre habría amigos y habría literatura, aunque esta forma de expresión estaba sin duda destinada a extinguirse. Eso dijo de la literatura. Y todos nos quedamos mirando hacia el vacío del futuro, hacia ese tiempo de extinción total de la literatura.
Bolaño estaba cómodamente arrellanado en la silla que nuestra librera había dispuesto para él. Yo estaba en primera fila y vi que tenía los cordones de las botas sueltos, que no había lavado sus tejanos en varios meses. Llevaba un delgado anorak azul (se lo quitó cuando todos empezamos a fumar), bajo el cual vestía una camisa azul arrugada. Al lado del sillón había dejado un bolso deportivo que hacía pensar en alguien que viene de la piscina municipal. Tenía el pelo revuelto; y cada vez que se lo mesaba, lo dejaba aún más revuelto.
Bolaño ya traía esa pinta en las fotos que habíamos visto de él, esa pinta de escritor libre y despreocupado de las convenciones del look. Y ahora lo teníamos delante, un maestro consumado del cuento, un maestro del «seco», en su prosa, como el «Martini seco», un hombre que había desarrollado un universo estilístico cuyo rasgo sobresaliente era la libertad, pero donde tampoco estaba ausente un clima de fin de mundo, un clima agorero y hostil, poblado por personajes que en una sola vida caminan varias veces por la cuerda floja. Era el Bolaño que había inyectado una dosis de inventiva sin igual en la novela hispanoamericana, que dormitaba desde los años de Rayuela, Adán Buenosayres o La vida breve.
Los detectives salvajes no es sólo una odisea moderna —la de su generación—, con su compleja iconoclasia, sino también una introspección personal en busca de un demiurgo, o en busca de una condición que excluía, desinteresadamente, a la «nación», fuera física o literaria. Esa libertad se reflejaba en él a la perfección, y entonces vimos, como otros habrán visto, esa entrañable paradoja que era Bolaño, la grandeza revestida de sencillez, la fuerza revestida de fragilidad, la erudición transmitida con naturalidad, la ternura con cara de boxeador cansado.
Finalmente, quiso adentrarse en la espesa e inasible dicotomía entre ficción y realidad. Nos contó la historia de una amiga de Barcelona que había descubierto que en su edificio vivía un escritor sudamericano que tenía relaciones con la caniche de una vecina. El escritor sudamericano —no quiso dar el nombre— no sólo fornicaba con la perra, sino que, además, se había enamorado hasta las patas. Le compraba collares y calzones de todo a 100 y le prendía flores en las orejas. Los treinta que éramos reímos; Bolaño estaba serio. Aquello era un cuento magnífico, pero también era realidad. Y él nos preguntó:
—¿Ahora ven ustedes cómo la realidad puede superar a la ficción? —Todos asentimos. Y añadió—: Pero la realidad también puede superar a la realidad, porque después descubrí que el escritor no era sudamericano sino español.
No, tampoco podía decir su nombre. Bolaño estaba visiblemente cansado y se echó hacia atrás. Se ajustó esas gafas que lo hermanaban a Brecht y nos miró.
—Creo que se nos ha acabado la conversación —dijo—. Tengo que irme y agradezco que os hayáis dado la molestia de venir a escucharme, aunque no tenga nada importante que decir.
Éramos nosotros los agradecidos. No habían pasado ni dos horas, pero Bolaño ya tenía un puñado de amigos entre los que éramos, todos los que, en esa fría noche de febrero, habíamos compartido la brillante mirada que proyectaba sobre el mundo.
Escrito por Alberto Magnet Ferrero