Apogeo
Por Juan Bautista Durán
En la playa todas las historias se confunden y repiten, y se repiten en cada piedra y en cada ola, de eso no cabe ninguna duda, así como tampoco la hay de que en alta mar no se puede leer, debido al vaivén del agua, que columpia la embarcación y con ella las letras del texto, al punto de leerlas con la barriga más que con la cabeza. Si el texto habla de una línea recta y dice que ésta nunca alcanza un auténtico apogeo, basta con ponerla en alta mar, compararla con la línea del horizonte y sentir el apogeo, entonces sí, de cabeza al agua.
La costa es distinta, claro, es pedregosa y en su dureza terrenal permite el apogeo de las letras. «Correr siempre de espaldas a desbañarse durante muchísimo tiempo azuléjico.» ¿Pero hay que correr en línea recta? Ambas citas son del mismo libro, El amhor, los orsinis y la muerte, del argentino Néstor Sánchez (1935-2003), prosa poética con visos de novela coral. Difícil distinguir quién es quién, sin embargo, casi tanto como al autor en la playa del boom latinoamericano, cuya pertenencia le otorgaron Julio Cortázar, al considerarlo uno de los narradores más notables del la época, y Carlos Barral, al publicar su obra en la colección Biblioteca Breve. Del boom se quitó él mismo, aseguraba el propio Néstor Sánchez, al carecer de un compromiso político, y en verdad se quitó de todo, salvo de su rareza y de su misterio con flores lilas coronadas que corren a desbañarse.
«Todo reto debe ser impecable, reseteado del caos y la improvisación —escribió en una carta a su hijo—; la vida no tiene ningún sentido fuera de la búsqueda de la conciencia.» En Lima colmó esa búsqueda, tras años de vagabundeo por ciudades americanas y europeas, desde Caracas y Nueva York a Berlín, Ámsterdam, París, Milán o Barcelona, ciudad por la que anduvo bastante tiempo a la sombra del boom, preparando sus propios libros y haciendo traducciones para Seix Barral. Su espacio, la línea de su apogeo, apareció en Lima, una línea trompicada más que curva, que habría de decantar su obra definitivamente hacia la transgresión. «Era un radical a ultranza —dijo el poeta Pablo Ingberg, amigo suyo—, un extremista que apuntaba a una escritura que comprometiera al lector hasta el fondo del alma.»
En Lima conoció al místico ruso George Gurdjieff, cuyo trabajo entra poco a poco en su narrativa como una experiencia de base, en palabras del autor, pero ya sin una posible vuelta atrás. Su apogeo está en la hache de amhor, así como el apogeo del lector de verano, del lector que anda tras la imposible paz de la playa que sólo puede encontrar en la imposible lectura de la embarcación, está en el filo de la página escrita, en el momento en que levanta la vista, agobiado, y encuentra ahí el motivo de su lectura: una mujer como las de Vargas, con sugerente traje de baño completo; una gaviota gris cual epítome de la locura; un hombre con cuerpo de boxeador, cara afable y andares de intelectual extraviado, que se dispone a desbañarse durante un tiempo azuléjico.
A Néstor Sánchez lo dieron por perdido durante muchos años, y el primero de quienes lo daban por perdido, su hijo, lo buscó a través de embajadas, consulados, agencias literarias, etcétera, hasta que dio con una dirección en Los Ángeles, adonde le escribió. Llevaba cerca de diez años sin tener noticia de él. ¿Estaría, como los personajes de sus novelas, metido en un lugar húmedo y oscuro, en un viejo sótano? En su respuesta, Néstor Sánchez le habló al hijo de la necesidad de que todo reto sea impecable, y de la vida, que carece de sentido ‹‹fuera de la búsqueda de la conciencia››. Hacía quince años de su encuentro con el místico ruso y su legado estaba tan vivo en él como la hache de amhor, consciente del «misterio intolerable de ser un cuerpo provisorio sobre un planeta atroz, [de] la ceguera estúpida de las viejas ilusiones de conejera leucémica», malas vibraciones que el místico ruso hubo de quitarle de la cabeza, para que, como decía la antigua aristocracia italiana, todo siguiera igual. «Yo escribí el amhor, con hache, porque sé que es imposible.»
La literatura de Néstor Sánchez tiene un peso autobiográfico muy grande, y se mueve siempre dentro de esa autobiografía, literatura del yo, como perdido en un gran amor donde se sentía solo o invadido o simplemente pequeño. «Yo tenía un conflicto entre mi idiosincrasia, mis libros publicados, mi inexperiencia del mundo y la aberración de la muerte, de la muerte como amenaza perpetua, como amenaza de cada día, como algo que se quedaba con todo, que respiraba mi aire, que tomaba mi sopa…» Hizo del lenguaje la realidad central de su obra, sin atisbo de fatiga, una obra donde el tiempo es sólo uno, como en una variación musical, abierta más que nunca a interpretaciones y al gusto del lector, pero una obra, por esto mismo, que requiere mucha atención por parte del lector, en una constante tocata y fuga.
Esto es el amhor, dijo, tocata y fuga, erotismo con catarsis, la escritura en una misma dirección. El amhor, como la playa, tiene parte en el argumento de nuestros días, y se repite y se repele, como la playa, y del mismo modo es un recuerdo inconfundible que aumenta la intranquilidad, por reincidente, en el que todo el mundo extiende tarde o temprano su toalla.