Apellidos
¿Por qué habría de ser guapo? ¿O guapa? ¿Guapos? La lista es larga y trae en torno a cuarenta nombres, con unos pocos suplentes, por si las moscas, no fuera a llevarse el telón alguna alma cándida, hija de la duda, mejor preparada para el ejercicio literario que para el político.
En inmediatas fechas habrá elecciones municipales y regionales, y en fechas no tan inmediatas pero sí próximas, generales, con la retahíla de colores y promesas propia de todo periodo electoral, y también la de nombres. Nada más fascinante en estos períodos que asomarse a las papeletas de cada partido y leer el nombre y apellidos de sus candidatos. De cada apellido podría salir un personaje de ficción. Y lo que es peor, sale, salvo que en clave política. No importa si es guapo o no, si tiene mejor o peor dicción, si la mirada es directa o dispersa; lo que de veras hace al personaje es el apellido, o aun el nombre, en caso de ser muy particular, tipo Jeremías, Rita o Gumersindo; Feliciana, Gertrudis o Roberto.
En el último ejemplo, claro está, el nombre no sería tan determinante. Habría que asomarse al apellido para captar su razón de ser. Roberto es un nombre común en todas las Españas, si expresión tan machadiana se nos permite. Los hay de toda clase y condición: ciclistas, profesores, lingüistas, cabreros, senadores, doctores, etcétera, lejos ya de los dos Robertos canonizados por la Iglesia Católica, De Molesmes y Belarmino, dos hombres tercos y abnegados. Vistos hoy, sendos Robertos muestran un gran perfil para la ficción —sobre todo, Belarmino—, excelentes personajes ya no sólo para el ojo atormentado de Francis Bacon, el pintor, sino para el análisis de un autor literario.
En esos andurriales podrían haberse metido, trasladada la cuestión a nuestro tiempo, los detectives de Roberto Bolaño, en una errancia poética más, esta vez con salmos, a través de pelafustanes y continentes, asesinatos y manicomios, en busca del hipotético segundo apellido de sendos Robertos y de su rancio valor poético. El de Bolaño siempre estuvo más bien en la sombra, oculto tras la eufonía de las seis sílabas que componen su nombre y primer apellido. Por eso llama la atención que el Ayuntamiento de Barcelona, al dedicarle una placa en la fachada del edificio de la calle Tallers donde residió —número 45—, optara por poner su nombre completo, Roberto Bolaño Ávalos, en vez de recordarlo simplemente con el nombre por el que es conocido en medio mundo. Es probable que en la decisión haya intervenido la familia y por lo tanto no sea un capricho del Ayuntamiento, pero aun así suena raro, como a cuestión oficial, a papeleta de partido político. Nombre, primer apellido, segundo apellido. Doy mi voto a la candidatura presentada por…
En su novela Los detectives salvajes, Bolaño da voz a una cuarentena de personajes, con un espacio muy marcado para cada uno, como en un parlamento. ‹‹Mi novela tiene casi tantas lecturas como voces hay en ella —dijo—. Se puede leer como una agonía. También se puede leer como un juego.›› Apenas diez de estos personajes, sin embargo, aparecen con el segundo apellido. Tampoco los detectives en cuestión, Arturo Belano y Ulises Lima, constan para el lector de segundo apellido, sólo el narrador inicial, el poeta Juan García Madero, un chico de diecisiete años a través de cuyo testimonio empiezan a hablar Belano y Lima. La voz de García Madero es tan sincera y candorosa que tiene un punto colegial, y es allí nada menos, en los colegios, donde cada cual toma conciencia de su nombre completo. Sólo algunos logran quitarse peso nominal antes de sacarse el expediente. Otros ni lo intentan, en cambio: ponen sus apellidos por delante y hacen del colegio un modelo para la vida, hasta dar con ellos en una lista electoral o en el comité ejecutivo de cualquier empresa de oscuro capital. Depende del apellido con el que cada cual se haya educado, un juego o una agonía, esto es, mucho más que del aspecto.
Bolaño dio con los suyos en esta placa de la calle Tallers, a los doce años de su muerte. Llama la atención también que se lo recuerde como ‹‹escritor y poeta››, lo que así dicho es redundante. Lo más correcto sería decir ‹‹narrador y poeta››, puestos a detallar, o nada más que ‹‹escritor››. ¿O acaso la poesía es un género al margen de la escritura? No es poco habitual esta redundancia, ‹‹escritor y poeta››, cuando lo uno incluye lo otro. Escritor es la persona que escribe, según la Real Académica de la Lengua, y poeta, el que lo hace en verso. A Mario Benedetti también se lo recuerda como ‹‹escritor y poeta››, por ejemplo, y a Octavio Paz, cuando en su caso, además de diplomático, habría que decir ‹‹ensayista y poeta››.
Los ejemplos son infinitos, y claro está que de menor orden, gentes de letras que se otorgan el adjetivo poeta después de escritor para darse brillo, como si lo primero fuera vago, aunque indispensable. No prescinden de ello. Poeta o dramaturgo o columnista acompañan al general ‹‹escritor›› como ciertos apellidos al nombre, para darse brillo, para demostrar de qué fuente beben y cuáles son sus antepasados.