Geografía futbolística

Geografía futbolística

 

Para muchos la geografía española se organiza a través de los estadios, desde los más conocidos como el Bernabéu (Madrid) a los que rara vez fallan, como Balaídos (Vigo) o el Sánchez Pizjuán (Sevilla). Los hay también de presencia intermitente, como el caso de El Molinón (Gijón) o el Heliodoro Rodríguez López (Santa Cruz de Tenerife). Los locutores de radio hacen de esos nombres puro deleite eufónico, los elevan con su pronunciación a la categoría de esculturas nacionales, el coso donde actúan las grandes figuras de los tiempos modernos. Y de más está soltar nombres, para todos conocidos.

La importancia de un estadio está en la envergadura de los futbolistas que recibe. No sólo el estado del terreno de juego, sino también el aforo y las equipaciones del estadio, tanto interiores como exteriores, son determinantes para albergar un partido de primer nivel. Desde la tragedia de Hillsborough, en Sheffield, en que falleció casi un centenar de personas por avalancha, ni el fútbol ni la manera de ir al fútbol es la misma. Corría entonces el año 1989, año clave en la historia contemporánea y que, al decir de no pocos historiadores, significó un cambio de época y el fin en la práctica del convulso siglo XX. Los acontecimientos se fueron desencadenando en una nueva dimensión que afectó por igual al mundo del fútbol, uno de cuyos momentos decisivos fue la entrada en vigor de la llamada ley Bosman (1995), con la consiguiente alteración del mercado y de las competiciones hasta la vorágine actual.
Jeques árabes, sociedades norteamericanas, empresarios chinos, magnates rusos…, gentes de altos vuelos económicos que ponen el fútbol cada vez más lejos del sentimiento romántico que cada escudo representa. Esto excede el tufillo del dinero descrito por Juan Villoro en Dios es redondo, libro fundamental para los amantes del fútbol: «El dinero aceita los clubes y en buena medida decide los resultados.» ¿A quién le importa un equipo cuyo propietario es un mero inversor en busca de resultados económicos? Sólo los estadios ponen orden al fin en ese mapa que habrá de prevalecer, sean cuales los designios de la macroeconomía aplicada al deporte. Y que una ciudad tenga un equipo en Primera División significa también aupar su nombre en la cartografía nacional.

El ascenso del Girona, esta temporada, hace que el pequeño pero carismático Montilivi amplíe el diámetro futbolístico de la península, así como el C.D. Tenerife o la U.D. Las Palmas nos acercan las Islas Canarias cuando están en Primera. Cada estadio es símbolo de la orografía donde está enclavado, y no es baladí, por tanto, que los locutores entonen su nombre con energía según se disponen a cantar las alineaciones. «Son capaces —escribe Villoro— de transformar un juego sin gloria en la caída de Cartago.» Con ellos lo mismo impone un Bernabéu al pie de la Castellana, con todo su lustre de personalidades engominadas, que Mendizorroza junto al Paseo de Cervantes vitoriano o El Sardinero tras la marea cántabra. Hacen que los estadios ganen una impronta propia. Y su victoria allí tiene entonces un valor añadido.

En El Sardinero presenció Rafael Alberti la final de Copa de 1928 que enfrentó al F.C. Barcelona y la Real Sociedad, con el resultado final de la famosa oda a Platko, portero húngaro que defendía la camiseta azulgrana y que aquella noche brilló con luz propia. En una acción del partido, cuando el delantero de la Real avanzaba con el balón en una situación manifiesta de gol, Platko se arrojó a sus pies para contener la jugada, recibiendo a cambio una patada en la cara que le obligó a retirarse del terreno de juego. Le aplicaron seis puntos de sutura. Y volvió a saltar al campo, para jolgorio de los espectadores, entre ellos, Alberti. «Rubio Platko de sangre —escribió el poeta—,/ guardameta en polvo,/ pararrayos. […]/ tigre ardiente en la hierba de otro país./ ¡Tú, llave, Platko, tú, llave rota,/ llave áurea caída ante el pórtico áureo!»

Alberti había acudido al partido invitado por José Mª de Cossío, cántabro de postín, distinguido literato también, y la oda completa se publicó una semana después en la primera página de La Voz de Cantabria. La presencia de intelectuales en los estadios, sean de la rama que sean, les confiere una pátina especial ante la posibilidad de poner la rúbrica en palabras o imágenes a una acción futbolística. Ahí están Juan Villoro, Javier Marías o Ignacio Martínez de Pisón, entre otros, atentos al juego de sus equipos y dispuestos a añadir gloria a sus triunfos. «El fútbol abole la lógica que rige en otros ámbitos para instalarnos en el territorio del pensamiento mágico, y en ese territorio no vemos lo que vemos sino lo que necesitamos ver», escribe Martínez de Pisón en El siglo del pensamiento mágico.

Otro campo al que hay que llegarse con mucho cuidado es El Sadar, pese a que ahora el Osasuna esté en Segunda, y lo mismo sucede en Zaragoza, con su añeja Romareda. Sesenta años ya, desde que el balón echara a rodar por primera vez en septiembre de 1957. Albergó nada menos que un Real Zaragoza – C.A. Osasuna, con remontada final de los locales (4-3), dos equipos entonces hermanados que han dejado grandes tardes de fútbol. Al Real Zaragoza le cabe el honor de ser uno de los últimos ganadores de la Recopa de Europa, aquélla de 1995 en que Naym batió desde el centro del campo al portero inglés David Seaman. «El balón subió y subió hasta rozar el cielo, y luego descendió en busca del único hueco posible entre el desesperado bracear de Seaman y el larguero de su portería. Aquello no fue un gol: aquello fue un milagro», escribe Martínez de Pisón. Para llegar a esa final el Real Zaragoza eliminó a equipos de la talla del Feyenoord o el Chelsea, en semifinales, al que derrotaron con toda solvencia en la Romareda. A aquel equipo se lo bautizó como «los héroes de París», ciudad donde tuvo lugar la final contra el Arsenal.

A la Romareda se le exige hoy una remodelación, proyecto que sin duda estará en la mesa de la directiva zaragocista, en la misma línea en que se remodeló Balaídos, el Espanyol se trasladó a Cornellà o el Osasuna ha ido remodelando su Sadar, estadio que este año está también de celebración. Son cincuenta años los que cumple, desde su inauguración en septiembre de 1967 con un triangular entre el Osasuna, el Vitória de Setúbal portugués y de nuevo el Real Zaragoza. Durante ocho años, de 2005 a 2013, el estadio se denominó Reyno de Navarra, a raíz del acuerdo que la entidad rojilla alcanzó con el gobierno de Navarra para promocionar la región. En ese periodo, por tanto, los locutores dieron a través del estadio mayor notoriedad a la Comunidad Foral, a ese Reyno adonde debía adentrarse el equipo rival.

El estadio es uno más a la hora de empezar el partido, por trillada que suene la frase; y así como se curte recibiendo a grandes equipos, es tanto más importante en la medida en que les hace frente y marca el ritmo del juego según sus características. Los hay más anchos, más estrechos, con la pista de atletismo entre la grada y el campo, sin ella, con un ambiente más frío o más cálido, con mayor o menor aforo. Y con literatos o sin ellos en las gradas. Los detalles son claves para el equipo, en la medida en que suponen una manera de ver y entender el fútbol, al margen de la coyuntura que atraviese el club .

Escrito por Juan Bautista Durán