Mercè Rodoreda y la necesidad de suspender el pensamiento

Mercè Rodoreda y la necesidad de suspender el pensamiento

Por Juan Bautista Durán

Surgidos como de las entrañas, los cuentos de Mercè Rodoreda (Barcelona, 1908 – Girona, 1983) tienen una fuerza singular, no muy común en la narrativa española de la época, con un aliento medio confesional que coincide con lo que Rosa Chacel escribió sobre la confesión en la literatura: «consiste en manifestar lo que nunca se deshizo en el pasado, lo que nunca dejó de vivir por ser consustancial con la vida que confiesa» (La confesión, 1971; Comba, 2020). Y así Rodoreda pone a narrar —casi a perorar— a personajes que de algún modo habrán de lidiar con las cuestiones que a ella más la inquietaban y aun torturaban. Era su manera de alcanzar el sueño, según lo que escribe en el prólogo a Espejo roto y que sin duda es una excelente alegoría del ejercicio literario: «Todos quisiéramos alcanzar el sueño, que es nuestra más profunda realidad, sin romper el espejo.»

         En los cuentos que conforman Mi Cristina y otros cuentos, su volumen más celebrado, con piezas de absoluta exquisitez literaria, los personajes se debaten contra su condición y viven en su mayoría al margen de la realidad, para darse al fin contra ésta, ya sea apelando a la fantasía o bien de vuelta de ella. En dos de ellos se da una metamorfosis más bien ovidiana, tanto en la conversión en pez del protagonista de ‘El río y la barca’[1] como en la del protagonista de ‘La salamandra’ en anfibio. En otros la ambigüedad al respecto es mayor, lo que abunda en ese punto confesional al que nos referíamos y que nos devuelve reflejos propios de la autora. La complejidad de las relaciones íntimas, la sexualidad, las habladurías y malas lenguas, el aislamiento. (De sobra sabrán los lectores de Rodoreda que donde este paralelismo es más acusado y a más interpretaciones se presta es en la novela La muerte y la primavera, de publicación póstuma.)

         Llama la atención en sus cuentos la cantidad de veces que los personajes son llamados a la suspensión del pensamiento, unas veces por voluntad propia y en otras por imposición de otro personaje. Desde el hilarante, y espléndido, pasaje en que el narrador de ‘Mi Cristina’ recuerda el momento en que su madre, en el lecho de muerte, se incorporó y le dijo «¡no pienses!», a la señora que teme la potencia de su pensamiento y escribe al médico contándole que no se atreve a pensar, que ése es su «gran martirio», pasando por el narrador de ‘La gallina”, que dice marearse cuando piensa demasiado; la recomendación implícita a no pensar que recibe el narrador de ‘Recuerdo de Caux’; o cuando el narrador de ‘El señor y la luna’ reconoce que «en los momentos de gran sorpresa siempre se deja de pensar», y que por tanto no puede explicar lo que le pasaba, para culminar con estas desoladoras palabras: «Dentro de mí no hay nada. Sólo las cosas tristes que están dentro de todos. Sí. Sólo las cosas tristes que se quedan adentro tumbadas y lisas como los muertos bajo tierra…»

         ¿Eso somos si no pensamos, una cosa triste incrustada en nuestro interior como un muerto bajo tierra? El narrador de este cuento podría acudir hoy día al Chat GPT 4 para que le activara el pensamiento o para que, ya de plano, pensara por él. Esto es lo que, en última instancia, propone la inteligencia artificial, amparada en una mayor productividad (¿hace falta?) y abaratamiento de costes. Y disculpen que pase de los cuentos de Rodoreda, tan vivos, casi carnales, a esta cosa fría e invasiva que es la inteligencia artificial y en particular el Chat GPT 4 (hay otros muchos en vías de desarrollo). Su impacto inicial podría suponer la pérdida de empleo de trescientos millones de personas (¿quién va a beneficiarse entonces del aumento de la productividad?), a la espera de que en un par de décadas empiece a generar empleos especializados.

         En el mundo literario y editorial su presencia puede poner en jaque no sólo muchos puestos de trabajo sino la misma creación, puesto que «GPT 4 ya es capaz de escribir con estilo literario, resumir libros extensos o describir imágenes», tal como escribe el escritor y crítico literario Jorge Carrión, quien pronostica que en el futuro habrá más edición que creación. «Más que creador de prosa original —dice—, el escritor será un arquitecto y un DJ que dibuja planos, calcula estructuras y produce una nueva música a partir de melodías y ritmos parcialmente ajenos.»

         ¿Eso queremos, en eso consiste la evolución humana? A uno se le va quedando adentro esa cosa triste a la que se refería el personaje de Rodoreda, aunque me niego, no lo voy a consentir, no toleraré que la sorpresa me anule el pensamiento. Si la escritura es la forma más elevada para poner las ideas en orden y armar el pensamiento, entendiendo así lo que en ocasiones no es sino un batiburrillo interno, lo que esta tecnología propone es una forma muy sutil de decirle al ciudadano «no pienses»; o más bien, de impedírselo. A la larga será eso, del mismo modo que hoy día ya nadie se imagina frotando dos piedras para generar una llama o, más cercano en el tiempo, pocos serán los que sepan lavar la ropa a mano. El hombre se ocupó primero de reducir la necesidad de la fuerza física, para rebajar a posteriori determinados esfuerzos y, por último, si nos atenemos a los pronósticos de los gurús tecnológicos, anular el ejercicio mental.

         En una entrevista para Cuadernos para el diálogo, Rodoreda aseguraba a Carmen Alcalde sentirse cansada, «cansada hasta el alma, de atentados, de revoluciones, de guerra civil […], de hornos crematorios, de bomba atómica, de guerra fría, de guerra de Vietnam, de guerra coreana, de torturas, de secuestros, de actos terroristas, de bombardeos con napalm, de campos de concentración, de ejecuciones, de asesinatos, de árabes y de judíos, de delirio de poder de tantos aspirantes a brujos de esta gran locura», una enumeración de podría extenderse hasta nuestros días, siendo tantos los cansancios bélicos o cercanos de los que la muerte la salvó. No es de extrañar, por tanto, que reconociera en sus personajes la necesidad de suspender el pensamiento. ¿Cómo es posible asimilar en una sola mente tanta barbarie, tanto delirio por no se sabe qué cosa, reproduciéndose de una y mil maneras distintas? «Lo más curioso —añadió, y lo más curioso es siempre lo más humano— es que este descendimiento a los infiernos ejerce en mí, por momentos, una especie de fascinación.» ¿Podría entender eso la inteligencia artificial?  


[1] La traducción del catalán de los fragmentos y título de los cuentos es del propio autor.