Resaca veraniega
Por Juan Bautista Durán
Nos preocupa e incordia a partes iguales, atentos como estamos a todo vaivén meteorológico: ¿cuánto durará el verano? Hasta que llegue el invierno y muestre sus garras. En otros tiempos vivíamos adánicamente y ahora las cosas no son sino su descripción, el recuerdo o la idea que cada cual tiene del verano y del invierno —¿qué hay de la primavera y el otoño?—, de lo que debe ser una tormenta y nuestro cuerpo expuesto a ella. Hay que ponerse a cubierto, eso no varía, dudo mucho que lo vaya a hacer, y evitar los árboles cuando la tormenta es eléctrica. Que la alegría de su llegada no sea nuestra condena, que la felicidad lumínica y estruendosa de una tormenta de verano no acabe con nuestra luz y capacidad de ver. Una imagen muy similar usaba el poeta simbolista Julián del Casal, precursor desde Cuba del modernismo de Rubén Darío y víctima, en su paupérrima salud, de la profecía de su padre: «de tu propia alegría serás verdugo».
El tiempo se fija de manera distinta en las partes de nuestro cuerpo, o lo que es lo mismo, citando ahora a Ana Mª Moix, éstas «tienen un nombre distinto para cada persona». A Casal los pulmones le dieron mala vida, además de corta, muy corta, y su nombre quedó inscrito en la vanguardia previa a la vanguardia, resorte necesario que sin embargo se difumina tras el brillo de las plumas inmediatamente posteriores. Ni siquiera lo incluyó Darío en su libro Los raros, cosa que cuesta de entender, en beneficio del héroe cubano José Martí. A éste la gloria le tenía reservado un hueco, mientras que a Casal el consenso no le acompañó ni siquiera a la hora de organizar un homenaje en su recuerdo a los cien años de su muerte. No le acompañó el clima, se podría decir, inmersa Cuba en el Periodo Especial, del mismo modo que el clima no acompaña hoy a la prensa escrita ni a los editores pequeños ni al juego de las canicas.
Si las bicis son hogaño mucho más que para el verano, las canicas en cambio apenas se dejan ver. No sé qué tal en Cuba, claro. Aquí quedaron olvidadas en una caja donde los abuelos o de decoración en un cuenco transparente, demasiado peligrosas para los pequeños e insignificantes para los que ya se asoman al uso de la razón. Unos se las pueden tragar y los otros viven expuestos a una oferta tan grande que no les alcanza un verano entero para reparar en el brillo tornasolado de esas bolitas. Por estas latitudes se las conoce como «canicas», pero son otras muchas las maneras de llamarlas: cayucos, bochas, boliches. Habrá todavía quienes se habrán embobado frente a su redondez y al aspecto unas veces astrológico y en otras ocular, cuando no submarino, presas de la contrariedad de no saber qué hacer con ellas, de tan reales y misteriosas. Que choquen unas con otras, esto es, cual intrépidos aerolitos abriéndose paso entre formas que habrán de esfumarse al instante, sin opción de retenerlas nada más que unas milésimas de segundo, el tiempo apenas para percibirlas, poco menos que el tiempo en que nos sacude la emoción de un verso.
Las hay más grandes también, las que suelen llamarse «canicones» y que usábamos para sacar del círculo —u ojo— las pequeñas. Con el canicón es menos probable quedarse atrapado en el centro, ser presa del rival, o que cualquier iluminado te sorprenda con un dardo envenenado. El canicón es como una tormenta de finales de agosto, la altiva costumbre que acompaña el gesto de pisar al desconocido antes de ser pisado por éste. Y los hay de muchos y variados tonos, pero rara vez menos vistosos, relucientes, que las escurridizas canicas. Es difícil hacerse a la idea de la fuerza con la que puede golpear a una canica, es decir, a nosotros mismos.
Basta con ver la conmoción y congoja que la muerte de Javier Marías causó en los círculos literarios y entre los lectores, tan joven todavía, por inesperado; tan impropio, por realista; tan irreversible, por contundente. Al parecer, su muerte se debió a una afección pulmonar, mismo órgano que hubo de acabar con Julián del Casal, pese al siglo largo de distancia y a sus muy distintas circunstancias. Nunca habría escrito Marías algo parecido a este verso de Casal: «ansias de aniquilarme sólo tengo», aunque las sintiera, aunque pudieran volverse contra sí esas glosas dominicales suyas. No, eso nunca, otro era su temple: Marías tenía siempre un enemigo externo, cuando no una pasión, que le obligaba a ser mejor. Los pulmones, sin embargo, lo atacaron por la retaguardia, en un verano tan caluroso y asfixiante como este último. Vino con la fuerza de un canicón, que rima con ciclón, haciéndonos sentir a todos más pequeños que una canica, más indefensos aun, expuestos en nuestra innombrable circunstancia a su bravura. A más de uno se lo llevó por delante, bien sabido es, incluido este prohombre que nos parecía inquebrantable y además era el monarca del tiempo. ¿Cuánto durará el verano?