Entrar o salir del sueño
Por Juan Bautista Durán
A los sueños en literatura no les tengo yo la manía que otros autores y lectores dicen tenerles, una manía que, con toda probabilidad, se deberá al abuso que en otros tiempos se hizo de este recurso. Es un salto diegético, al fin y al cabo, al igual que cuando dentro de una narración se introduce otra paralela, sea de la naturaleza que sea, dialectal o libresca. Lo cierto es que hoy día vivimos en una superposición de narraciones, no de sueños. Aunque tiempo al tiempo: los sueños, como defendían los románticos, representan la imaginación pura, y la pureza está en alza, es un valor que puede con otros más pragmáticos y que viene embebiéndose de mucha ficción.
El problema del sueño, ciñéndonos a la literatura, estriba en que resulta básico, demasiado intuitivo, inconsciente casi, como una flatulencia. Está muy presente la máxima jamesiana según la cual por cada sueño narrado perdemos un lector. Se rompe ahí el pacto de confianza y verosimilitud entre ambas partes, en la medida en que el sueño no deja de ser un descanso de hilo grueso, algo perezoso, el momento en que el autor decide echarse un rato y deja a los personajes andar por su cuenta. Y mientras ésos van, él larga un sueño. Pero… ¿y si resultara trascendente, si el sueño fuese determinante para atar los cabos de la historia? Woody Allen hace un uso ejemplar de este recurso en Match Point, del que se sirve para añadir suspense final y resolver a posteriori la trama. Lo hace, además, apelando a su parte más instintiva y espontánea.
Quien debió de darle muchas vueltas a ello es la escritora canadiense Mavis Gallant (1922–2014), en vista de las reflexiones que introduce en Una vida aceptable. Cuenta que al padre de la protagonista no le gustaban las revelaciones oníricas, y que, aún es más, lo ponían de mal humor. Por eso, cuando alguien se disponía a contarle un sueño, estiraba el brazo y decía: «Puedes contarme lo que has soñado si me das veinticinco centavos. Si la historia es interesante, aceptaré quince. Si tú no apareces en el sueño, me conformo con cinco.» Todo sueño tiene un coste, eso vino a decir, tanto más cuanto más egocéntrico sea, una idea en clara sintonía con la máxima apuntada en el párrafo anterior. Claro que hace un siglo ya desde que Gregor Samsa se convirtiera en escarabajo sin necesidad por parte de Kafka de aducir un sueño, antes al contrario, ya que Samsa se despertaba «de unos sueños agitados». Es un hito literario: la transformación se da al salir del sueño, no al entrar en él. «No era un sueño», recalca. Y además del atrevimiento que esto suponía, en la línea de Coleridge y la flor —¿a qué se debía si no la agitación de sus sueños?—, este paso afuera del marco onírico tiene una lógica aplastante.
A la extraordinaria intensidad con la que los sueños suelen tener lugar, se opone la gran dificultad para retenerlos en forma de recuerdo. Muy rara vez sobreviven a la vigilia, y es curioso porque los autores más proclives a ellos suelen ignorar, o acaso despreciar, este punto. ¿Recuerdan ustedes algún sueño reciente? Como mucho su intensidad, alguna emoción percibida en el transcurso de la noche, pero poco más, ni tan siquiera aquellos que sabemos recurrentes. Se desvanecen en la vigilia como agua que se escurre.
Lo destacaba Enrique Lynch en su vibrante breviario intermitente, Nubarrones, junto con otros dos aspectos notables: 1) todo lo que sucede en el sueño, a diferencia de lo que acontece en la vigilia, se da en el mismo registro: sólo hay imágenes; 2) en ellos los hechos vienen asociados con un estado de consciencia en el que lo subjetivo y lo objetivo están fundidos, porque lo otro está siempre como yo lo siento, es decir, como el imaginario del yo. Dice también: «la vigilia nunca puede dar una clave para entender el sueño, puesto que éste está hecho exclusivamente de materiales de la memoria y en cambio la primera sólo es posible por lo contrario, porque ha habido olvido».
Literatura y sueño tienen por tanto una relación ambigua, al partir ambos del mismo lugar: la memoria. Luego el segundo se convierte en un estadio narrativo de la primera, pese a las suspicacias, a que hay que saberlo llevar muy bien, con la mayor brevedad posible, si no queremos resultar falsos. La validez de los sueños está en la medida en que los podemos controlar. Uno de los más comunes consiste en verse de nuevo ante un examen, el último, reválida de una vida estudiantil y cuyas preguntas apenas comprendemos. Tardamos un poco en reparar en su naturaleza onírica, y ahí empezamos a quitarle hierro al examen para dárselo al sueño, al hecho mismo de soñar, tal como Mavis Gallant introduce el tema en su novela. «Igual que sabía que el latido de su corazón acabaría con ella, sabía que estaba soñando», escribe.
Más adelante Gallant añade, en boca de su protagonista y con la concisión adecuada: «una vez soñé que me veía a mí misma mientras dormía»; imagen que se puede repetir hasta el infinito, como toda historia contiene otra historia que a su vez dará lugar a una tercera historia y ésta a una nueva, etcétera, en la fábula infinita que es la vida y que ya un dramaturgo del XVII se ocupó de llamar sueño. La redundancia quizá sea lo que hace desconfiar de su incursión en las obras literarias, en esta época nuestra amiga de las obviedades y los hechos fácticos, y en la que nadie daría un céntimo por una revelación onírica, sea en una novela o en una taberna.
© de la imagen: fragmento de una obra de Marc Chagall.