Trizaduras de algún tipo
Por Juan Bautista Durán
La escritura y sus técnicas son materia viva en los numerosos talleres que se imparten en centros reglados o salones privados, a menudo por escritores más o menos conocidos. La proliferación de este tipo de talleres, algunos de los cuales en forma de máster, es indiscutible en España a lo largo de los últimos veinticinco años. Se llaman también escuelas de escritura, denominación que procede en mayor medida del mundo anglosajón, donde es una práctica más extendida y no son pocos los autores consagrados que pasaron por ellos.
La idea de taller, más próxima a las herramientas de trabajo y los mecánicos, más proletaria también, llegó a España con la inmigración sudamericana de la segunda mitad del siglo XX, a través de los autores que escapaban de las dictaduras de allá y reproducían aquí un modelo de trabajo literario que conocían y les permitía completar un sueldo. El chileno José Donoso, que recibía a los alumnos en su casa de Sitges, fue uno de los más conocidos. Los talleres tienen además una función terapéutica para el alumno, como de espacio de desconexión e indagación personal, frente al requisito académico de los másteres. Y es ante el auge actual de estos últimos que nos planteamos una pregunta inevitable, es decir, si se puede o no enseñar a escribir ficción. La cuestión es de largo aliento, pues entraña ya no ciertos prejuicios sociales sino algunos matices de orden.
A escribir nos enseñan en el colegio y a la vista está que, pese al esfuerzo de los profesores, son muchos los ciudadanos que se expresan mal por escrito y con graves errores ortográficos y gramaticales. Lo consideran peccata minuta, cuando no debería ser así: la escritura nos ayuda a estructurar mejor las ideas, ayuda a crear un diálogo más rico con uno mismo y con la sociedad. También a engolarse, es cierto, a crecerse uno mismo ante la exposición de sus propias ideas, sensación que a la larga nos confirma quiénes somos: si no conseguimos atemperarla, hacer que de aquella ebullición nazca una seguridad personal y duda razonable respecto a cuanto nos rodea, significa 1) que en nosotros anida cierta ceguera e insensibilidad, y 2) que no servimos para la ficción —salvo geniales excepciones—. En palabras del poeta argentino Osías Stutman, escribir sacude y estimula, araña y refiere sin explicar.
Antes de los talleres, en España eran las tertulias literarias las que ejercían esta función, con un acceso más restringido y menos centradas en la creación literaria que en el debate intelectual. El problema del actual sistema según el modelo anglosajón está en el objetivo final de los cursos, en especial cuando son reglados. Muchos alumnos acuden a ellos con el propósito de convertirse en escritores profesionales, es decir, salir con un buen manuscrito bajo el brazo y numerosos contactos que faciliten su publicación, a poder ser en los sellos más conocidos del panorama editorial. Esto sucede muy raras veces, sin embargo. Si ni siquiera los MBA de finanzas y materias aledañas pueden garantizar a sus alumnos una salida laboral acorde con la inversión y sacrificio realizados, ¿cómo va a prometer el éxito a sus alumnos un director de máster en creación literaria? Los invitan a escribir su propio destino, esto es lo más bonito, con una alta probabilidad de que este destino sea mucho más llano y mundano de lo imaginado. Ellos mismos se darán cuenta: escribir es llorar.
«Todo escritor debe ser infeliz», dijo en un acto público el director de una escuela de escritura, quien añadió que a la suya quisiera que sólo acudieran infelices. El debate giraba en torno a la misma pregunta aquí planteada sobre la escritura de ficción, si es posible su enseñanza o no. Ninguno de los ponentes, profesores todos, lo tenía claro. Coincidieron en que el talento no se transmite, pero que la enseñanza de la escritura, su correcta articulación, es más que necesaria y a menudo no queda bien resuelta al término de la educación obligatoria. «Uno escribe a partir del momento en que empieza a llevar la contraria, cuando nace en él ese carácter contestatario y de rechazo que subyuga el acto creativo», dijo otro ponente. Esta afirmación sirvió al director de la escuela para lanzar su alegato a favor del escritor infeliz, no está claro sin con idea de curar la infelicidad a través de la escritura o bien de usarla como motivo literario.
No es la infelicidad, sin embargo, sino la insatisfacción o el desapego, el descontento, lo que mueve el acto creativo, que en sí mismo puede ser feliz. «Si un alumno no tiene en sí una veta marginal, si no tiene una trizadura de algún tipo, no puede llegar a ser escritor», aseguraba José Donoso a propósito de sus talleres. «Una persona que es demasiado íntegramente parte de una clase social, estructurada, no puede llegar a una grandeza literaria. La marginalización tiene que buscar una metáfora», y es a partir de ahí, del conflicto vuelto metáfora, cuando se activa el impulso narrativo.
Este ejemplo muestra bien la obra de Donoso, para quien la literatura era «aquel quehacer en el que está mi búsqueda existencial». No todos sus alumnos, decía, presentaban esos rasgos de marginalidad o trizadura interior —que no infelicidad, cuidado— y que tal vez habría que sonsacar a quienes se matriculan a un taller o una escuela de éstas. Uno de los ejercicios más comunes consiste en tomar un hecho histórico reciente y narrar lo que uno hacía en ese momento o en esas fechas, a fin de exponerse al transcurrir del tiempo y así aprehenderlo. Ahí empieza la búsqueda, el camino hacia esa herida interior que habrá de volverse metáfora para que cobre sentido y dé al escritor-alumno una imagen propia del mundo. El resto es lo que cada uno sea capaz de extraer de esa imagen. Y a lo mejor, sólo a lo mejor, la presencia y guía de un profesor puede servirle para construir un proyecto literario.