Metamorfosis

Metamorfosis

 

«Inmensa mariposa de brillos —escribió Vicente Aleixandre—/ respirar batiente que pasa sin recelos.» Ya es hora de hablar de ellas, recién instalados en la primavera, época de eclosión de este insecto científicamente llamado lepidóptero, como cuenta Ignacio Viladevall (Barcelona, 1958) en su poético y fascinante ensayo Luz de las mariposas. Para hacerlo debidamente, para soltar la palabra y alcanzar su luz, lo mejor es verlas volar, dejar que sean mariposas y que en su corta vida el acto las defina. Su manejo del tiempo y del espacio asombrarán al más pintado —en una sola noche pueden recorrer miles de kilómetros, en busca del calor, trepadas a una nube—, así como la cantidad de especies existentes, sólo algunas de las cuales moran en la península ibérica. Sus viajes son cada vez más extremos, del calor africano al severo frío del norte de Europa.

La actual no es una época fácil para las mariposas, a causa de las convulsiones climáticas, y Viladevall lo tiene muy presente a la hora de escribir este ensayo. El lema final viene a destacar la necesidad de protegerlas mediante la acción humana. Esto no sólo significa poner a buen recaudo la especie y su entorno, para que se siga desarrollando y la cadena natural no se vea afectada, sino también cuidar de la capacidad imaginativa y ficcional del ser humano. Si algo nos puede liberar de la mirada de un robot es apreciar el vuelo de una mariposa. Es aleatorio, nunca derecho, un baile de la naturaleza que pone en relieve las infinitas formas y luces de la realidad.

A este baile asistirá el lector de Viladevall —el de este libro igual que el de su prolija colaboración en prensa—, un giro constante y poético donde las mariposas son lacitos del aire, en palabras de Ramón Gómez de la Serna, y en el que el propio autor interviene. Las distintas etapas de su vida quedan reflejadas en su relación con los lepidópteros, cuya presencia es determinante en el modo de hacer frente a los vaivenes vitales, y por tanto, en su evolución psicológica. Se busca en ellas desde el instante mismo en que rompen la crisálida y echan a volar, juntas y separadas y en armonía floral, como en un cuadro de Odilon Redon; momento en que Viladevall experimenta a su vez una especie de metamorfosis y se sale de plano.

«Confieso que desde hace algún tiempo oigo hablar a las mariposas», dice.

Como el peatón melancólico del escritor venezolano Salvador Garmendia (1928–2001), Viladevall se siente observado y es parte de lo que ve. Ninguno de los dos escribe tanto para una inmediata publicación, como para explicarse a sí mismos el entorno en el que viven y la capacidad que tienen de actuar en él. Salvar a las mariposas es sin duda el propósito de Viladevall, y también los árboles y los espacios en que la naturaleza puede crecer; mientras que para el peatón de Garmendia lo más importante es «tomar residencia propia en un texto», y no por exceso de…, dice, sino por simple y elemental comodidad. Feliz diletante, decidió iniciar la novela «una tarde en que regresaba de la frutería acunando una bolsa de melones», a sabiendas, claro está, de que en toda novela como la que se proponía «ha de haber un crimen, lo más perfecto posible, como elemento principal de la trama». Ese crimen está desde el principio en el relato ensayístico de Viladevall, a raíz de la acción del cambio climático contra las mariposas. No genera un crimen, por tanto, sino que parte de uno y se mueve por sus alrededores cual detective, por montes, marismas y parques, en los que bien podría haberse topado con el peatón melancólico. ¿O acaso no serán el mismo?

El personaje de Garmendia encuentra su víctima en un parque, una vecina a la que su mirada hace sitio para que la narración pueda desarrollarse, y la sigue; la sigue un día sí y otro también, por las sendas y las calles aledañas hasta la rectoría, hasta su propia casa, en un juego volátil donde la imaginación toma el protagonismo. Que si una muchacha desnuda en la barra de un bar, que si el ojo coagulado de una dama al chocar contra su paraguas, que si el vaho escénico de una estación de tren. Y puestos a imaginar, lo mismo podría haberse topado con unos chicos tropicales cantando a los vientos «qué le pasa a la mariposa/ que en la flor no se posa/ de la calabaza./ Será idiota la mariposa/ o qué cojones le pasa»; o mejor aún, con otro personaje del propio Garmendia, ese hombre chiquitín —«en varias oportunidades mi mujer ha estado a punto de echarme al suelo al ir a retirar las sábanas»— que adelgaza hasta alcanzar una especie de metamorfosis. No está muy claro cómo lo consigue, pero la transformación en sí tiene lugar al posarse en la mano de su mujer y desde ahí levantar el vuelo.

La tensión narrativa de Garmendia alcanza ahí una forma onírica, brumosa y efectiva —«mis rasgos se confunden en la mirada del contrario y llegan a desaparecer volatilizados en una dispersión estrábica»—, en un proceso que corresponde al de la mariposa cuando rompe la crisálida y echa a volar desde la hoja de un árbol, aupada por la naturaleza y por este peatón melancólico que es Viladevall. La estará esperando junto a la flor de la calabaza, o donde quiera que la mariposa vaya a posarse, y juntos, desde ese punto maternal, mano de la naturaleza, tomarán residencia en la levedad del aire.

Escrito por Juan Bautista Durán